La alternativa | Los jóvenes salvajes (John Frankenheimer)

El arranque de los años sesenta cogió al cine estadounidense en un período de transición cuya consecuencia fue el de una década incierta en cuanto a la deriva que iba a tomar, navegando en mares con fuertes marejadas incitadas por el auge de las nuevas olas europeas y asiáticas que empezaban a hacer sombra a unas viejas glorias de los años dorados de Hollywood que se hallaban inmersas en el inicio de su ocaso. Este panorama fue propicio para el nacimiento de una nueva generación de cineastas que venían curtidos de rodar en los platós televisivos, con sus peculiares tiempos y maneras de filmar, que liderarían un nuevo enfoque que después daría lugar a aquello que se llamó Nuevo Hollywood una década después.

Hablamos de los Arthur Penn, Sidney Lumet, Delbert Mann, Robert Mulligan o John Frankenheimer, figuras que tuvieron que sufrir las críticas de los más puristas de la época, pero que hoy en día son autores de culto —algunos de ellos incluso más que muchos directores clásicos que esos puristas defendían—. Personalmente me apasiona la carrera de Frankenheimer, un autor al que, aunque en sus primeros trabajos se le veía esa querencia a encapsular las escenas y el montaje en una atmósfera que recordaba a los Estudio 1 televisivos, siempre mostró que poseía un espíritu cinematográfico fuera de toda duda que a mí me recuerda, por su forma de mover la cámara y de retorcer ciertos pasajes de sus cintas, a la magia que poseía Orson Welles.

Yo le descubrí, creo que como muchos chavales de mi generación, gracias al programa de RTVE, ¡Qué grande es del cine! dirigido por José Luis Garci. Hubo una temporada que programó varias de las mejores cintas de la primera época de Frankenheimer, siendo especialmente recordada la emisión de El tren. También se exhibieron en aquel programa El hombre de Alcatraz y la cinta protagonista de esta reseña, una de sus primeras obras y el arranque de su estrecha colaboración con Burt Lancaster, que se prolongaría a lo largo de la década de los sesenta.

Recuerdo que me encantó Los jóvenes salvajes, y ese recuerdo se ha mantenido firme e intacto puesto que otra vez revisitada me parece igual de estupenda y fascinante. En ella se atisba esa forma de rodar directa, muy sobria y sin adornos de cara a la galería del primer Frankenheimer. Es por ello que muchos críticos la consideran más como una pieza televisiva que como un producto meramente cinematográfico. También otros afirman que Frankenheimer fue una marioneta elegida por el aquel entonces productor independiente Burt Lancaster (a través de la productora Hecht-Hill-Lancaster) para hacer y deshacer, al antojo de la estrella, los complicados tejemanejes de un rodaje, puesto que insinuaban que el joven John no ponía muchos reparos a los consejos y órdenes que le daba el productor a la hora de tejer el traje de la película reservándose el papel de artesano eficaz y resolutivo. Desconozco si esto fue cierto. Es verdad que tras su primer encuentro, en esta Los jóvenes salvajes, Lancaster encontró en Frankenheimer un director con el que se sentía muy cómodo y, por tanto, con el que decidió coincidir en varios de sus mejores trabajos de los sesenta. Era muy inteligente Lancaster, porque uno de los puntos fuertes de Frankenheimer era la dirección de actores, extrayendo interpretaciones ejemplares y sutiles incluso de intérpretes no muy agraciados con el signo de la excelencia.

Puede, por ello, que esta leyenda urbana tuviese algo de cierto, pero no es menos verídico que ya en los primeros minutos de Los jóvenes salvajes se observan las maneras y el gusto por reflejar la realidad de su época de un cineasta preocupado por las vertientes morales y políticas. Y es que nos hallamos ante un film extraño que a pesar de una superficie aparentemente sencilla guarda no pocos embrollos que tratan dilemas morales aún muy vigentes. Basada en una novela de Evan Hunter, la película aborda, con cierta circunspección, una temática que empezaba a preocupar al cine estadounidense de los 50 y 60 (ya a Hunter le habían adaptado una obra, con enorme éxito de taquilla y de crítica, que llevó el título en España de Semilla de maldad, y qué decir de las aportaciones del primer Nicholas Ray): las pandillas juveniles.

Narrando el proceso, investigación y enjuiciamiento de tres chavales pertenecientes a una banda de origen italiano del Harlem neoyorquino llamada Thunderbirds, que no sabemos por qué motivo acuchillarán hasta la muerte a un joven puertorriqueño ciego y aparentemente inocente. Así, la cinta arranca con una escena callejera, casi documental, en la que observamos a tres chavales dirigirse con paso firme hacia una cuadra de mayoría puertorriqueña para culminar cosiendo a navajazos, delante de varios testigos, a un adolescente ciego dándose a continuación a la fuga. Pero su fuga caerá en saco roto puesto que varios coches de policía atraparán a los delincuentes en plena huida.

A partir de este suceso, la cámara se trasladará a los juzgados para presentarnos al ayudante del fiscal de distrito Hank Bell (Burt Lancaster), un hombre de origen italiano que habitó, al igual que los tres acusados, el complicado Harlem de los años 40 y 50, pero que supo huir de ese ambiente hostil y depresivo para convertirse en un acomodado padre de familia. En pocos meses se avecinan las elecciones a Gobernador del Estado, y el jefe de Hank, el fiscal de distrito, quiere por todos los medios conseguir que los acusados sean sentenciados a la pena de muerte con el objetivo de conseguir los votos suficientes para ascender a Gobernador, no importándole para nada ni los posibles atenuantes ni el hecho de que uno de ellos sea menor de edad, precisamente éste hijo de la antigua novia de Bell (interpretada de forma maravillosa por una Shelley Winters que protagoniza algunas de las mejores secuencias del film).

La cinta avanzará por los derroteros del cine de investigación criminal, tan típico de las series televisivas, de modo que el un principio favorable a la aplicación de la pena de muerte Bell irá descubriendo que no es todo oro lo que reluce a través de varios ‹flashback› en los que veremos distintos puntos de vista de varios testigos interesados, y por ello empezaremos a dudar si la víctima era o no tan inocente como en un principio los intereses políticos pretendían hacer creer. Asimismo, conoceremos las miserias y desgracias que arrastran hacia la perdición a una juventud sin esperanza ni rumbo, que no es más que un mero número para los políticos de turno en sus intereses partidistas y electorales o simple foco de aumento de suscriptores para esa prensa sensacionalista que pretende avivar las instintos más primarios de sus lectores.

En este sentido, a medida que avanza la investigación llevada a cabo por Hank, nos enfrentaremos a diversos dilemas morales que nos harán dudar, no de la culpabilidad de los acusados, sino de las causas que les llevaron a cometer la salvajada presenciada en el arranque del film, construyendo una especie de Rashomon que plantea enigmas difíciles de resolver. Sin duda una de las principales cuestiones que aborda Los jóvenes salvajes es la problemática de la integración en las sociedades occidentales de las nuevas oleadas de inmigrantes procedentes de contextos y ambientes chocantes con la población dominante. En este caso, las olas de inmigración puertorriqueña (yo ampliaría a hispana) que empezaron a masificarse en los años 40 y 50 y que confrontaron con los italianos, afroamericanos e irlandeses que dominaban los barrios de New York. Unos inmigrantes a los que no les quedaba otra que convertirse en una tribu más, organizándose en bandas juveniles para controlar los territorios donde habitaban ejerciendo la violencia para aplacar los deseos de expansión de las etnias rivales.

La película es muy inteligente y no toma partido por nadie, dejando al espectador que forme su propia idea sobre los hechos narrados. Esa ambigüedad ideológica implica que pueda ser acusada de equidistante con problemas como el racismo, la justicia o la violencia juvenil. Sus minutos finales, que coindicen con las escenas del juicio penal, quizás sean los más atropellados puesto que acabarán desencadenando una vaguedad que seguramente no a todo el mundo guste, culminando de un modo algo desconcertante con una secuencia muy efectista reservada para el lucimiento de Lancaster.

No obstante, a mí si que me parece que esa ambivalencia le viene bien al film en su interés por estudiar el funcionamiento de las bandas juveniles. Unas bandas gobernadas por jóvenes sin futuro que han decidido que sea la violencia su vía de escape ante la falta de oportunidades y el olvido de los que mandan. La peli muestra eso, el fracaso de la buenista sociedad occidental como instrumento para proporcionar un futuro a una juventud que anhela ser escuchada y ayudada. Una comunidad cuyos líderes tienen miedo a que los nuevos moradores puedan desplazarles y, por tanto, perder sus privilegios; que emplea el castigo jugando a ser Dios enviando a la silla eléctrica a unos chavales cuyas circunstancias y ambientes les llevaron a estudiar como se asesta una puñalada al rival en lugar de empaparse de tratados de medicina o economía. Un Estado que no ayuda a quien tiene discapacidades mentales, dejándolo sólo frente al libre albedrío, y al que no le queda más remedio de buscar refugio en aquellos que le protegen usando los puños.

Todos estos problemas, tan vigentes en nuestros días, fueron los retratados por Frankenheimer en esta obra que, pese a tratarse de una película primeriza, se contempla como una cinta muy madura que aborda materias complejas. Y todo ello trabajado con un punto de vista muy ponderado, reflexivo y con una puesta en escena contundente y a la vez sencilla que apuesta sobre todo por los primeros planos de los rostros de los actores, pero que no renuncia a verter ciertos experimentos visuales en el sentido de torcer la imagen en algunas secuencias donde se expone la violencia en primer plano, ofreciendo un testimonio del complicado destino que les espera a aquellos que la ejercen sin piedad.

Estos ingredientes convierten a Los jóvenes salvajes en un perfecto ejemplo de ese cine con pretensiones sociales, lejos de la línea del cine espectáculo de Hollywood, tan del gusto del Lancaster productor que encontró en John Frankenheimer un perfecto taxidermista que supo manipular sus productos con matrícula de honor merced a su perfecto dominio de los tempos narrativos y a su pericia en la dirección de actores, siempre sabiendo sacar un puntito más a todo el elenco. Incluido a un Telly Savalas que aquí interpreta a un cínico aprendiz de Kojak.

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