El fantasma de la violencia, la culpa y la redención
Comencemos por afirmar que el debut en el largometraje de la joven directora tunecina-canadiense Meryam Joobeur, tras una meritoria trayectoria en el formato corto, es una película muy poderosa. El virtuosismo formal, poético y orgánico, de esos primeros planos de los rostros, de los cuerpos, de los humildes espacios interiores donde transcurren las vidas de sus protagonistas, aderezados con un potente aparato auditivo incidental, consiguen aprehender las esencias emocionales de una historia concreta y pequeña de vocación universalista —de hecho, en su presentación en la Berlinale, donde compitió en la Sección oficial, afirmó la directora que «Quería hacer algo universal; quería más hablar más de las raíces del extremismo que de ese tipo particular de extremismo; y de cómo construimos nuestra identidad; a veces, cuando nos aferramos demasiado a una etiqueta, si esa etiqueta se cuestiona, toda nuestra identidad se desmorona»—.
La intensidad expresiva de sus imágenes enaltecen el fondo analítico del film, que nos cuenta sobre la complejidad del trauma, del amor y de la identidad en una familia de Túnez por la marcha de los dos hijos mayores para engrosar las filas del Estado islámico en Siria, agrandando la base argumental de su cortometraje Fraternidad (Brotherhood, 2018), nominado en los premios Óscar del 2020. Su mirada, a la vez realista y onírica, sobre un microcosmos familiar traumatizado, va engarzando un relato que impacta profundamente en la sensibilidad de su audiencia.
Aicha (Salha Nasraoui) vive con su marido Brahim (Mohamed Hassine Grayaa) y sus tres hijos en una granja en las montañas septentrionales de Túnez una existencia apacible, que en los compases iniciales del film se ejemplifica en ese primer plano estático, calmo, de un hermoso árbol que parece apelar a los orígenes del mundo natural. Este plácido devenir se ve trastocado cuando los dos vástagos mayores, Mehdi y Amine, se marchan a Siria, sumiendo al núcleo familiar en una incertidumbre constante. Pocos meses después, Mehdi regresa a casa con una enigmática esposa siria embarazada totalmente cubierta por un ‹niqab›, Aicha los acoge e intenta protegerlos contra el castigo seguro, mientras Brahim observa a su inesperada nuera con desconfianza. Y, para colmo, el regreso del hijo pródigo desencadena extraños acontecimientos en el pueblo, muertes inexplicables que desatan la histeria colectiva en esta pequeña la comunidad.
Resulta absolutamente portentosa en su expresividad la utilización de ese velo infinito, enigmático, y también brutal en su significación socio-cultural, que desde el mismo momento en que se asoma en la lejanía ante nuestros ojos, se torna en un artefacto visual de una potencia significativa cautivadora, tremebunda, terrorífica y fantasmal. En cada nueva aparición del espectro sin alma, sin cuerpo, sin vida y sin voz, en el que solo quedan unos hermosos, desolados, ojos azules, como restos de su condición humana, el pulso narrativo de Joobeur se va precipitando sin pausa y sin tregua desde el incuestionable drama íntimo y social, por el thriller, hasta los territorios más inquietantes del fantástico.
La composición atmosférica se ensombrece, a la vez que se impregna de diversas coloraciones, y se precipita paulatinamente hacia los abismos más oscuros de la humanidad después de cada uno de esos magníficos planos de transición en profundidad de campo, de brillante contraposición con la puesta en escena mayormente desarrollada. Son los sueños premonitorios y angustiantes de una madre necesitada de certezas —destaco especialmente el primero, una estampa extraordinaria de Aicha y otras tantas mujeres/sombra detrás de ella en la playa, felizmente seleccionada como cartel promocional de la película—, que enmarcan los tres capítulos con los que la cineasta estructura su relato (“Presente”, “La sombra acecha” y “Despertar”). La historia se retuerce de dolor, sangra, desciende hasta un infierno telúrico, grita su desesperación, como gritó Reem en la noche más oscura, en aquel calabozo tenebrista donde conoció a Medhi —«Os compadezco. Me dais pena. Animales»—, una secuencia espeluznante.
En el plano actoral, hay que destacar el buen trabajo de Salha Nasraoui, así como la fuerza naturalista que imprimen a su interpretación los actores no profesionales Malek Mechergui y Chaker Mechergui, en la piel de Mehdi y Amine, cuya influencia en este proyecto es trascendentalmente relevante, ya que después de conocer a los hermanos y sus vivencias, Joobeur comenzó a elaborar su celebrado cortometraje previo ya referido, que es el germen de esta película. Una película enorme, hermosa y devastadora, que se me antoja a todas luces inusualmente excelsa para ser una ópera prima, y que pronostica un futuro prometedor para otra cineasta de esas culturas cinematográficas periféricas —y mediterráneas— que se reivindican sin vacilación por medio de la creatividad más genuina.
Y sigo sin poder dejar de pensar ¿a quién pertenezco?
«El Cine es más hermoso que la vida.»