Finaliza la edición 57 del Festival de Sitges y, repasando las conclusiones de la edición anterior, uno acaba pensando que lo realmente práctico sería calcar el texto. No porque no haya matices que iremos desglosando a continuación, sino porque se anticiparon ciertas tendencias que, lejos de corregirse, se han aumentado hasta llegar a una conclusión que puede parecer dramática: el festival, o su modelo para ser más exactos, ha tocado fondo y lo que queda ahora mismo es como una civilización cuando colapsa, es decir, nadie es plenamente consciente de ello hasta que miras alrededor y te das cuenta de que ya no queda nada.
Nada mejor que dos anécdotas para reflejar lo que ha sido esta edición. En el primer día del festival, haciendo cola para el primer pase (El segundo acto de Dupieux) comentamos en broma que vista la programación podría ser perfectamente que estuviéramos a las puertas de ver la única película buena. Cuarenta películas después prácticamente acertamos el pronóstico. La otra también es de la primera jornada. Comentamos el acierto del cartel de la presente edición, sobre todo porque reflejaba a la perfección la cara que nos iba a quedar a los espectadores. Otro acierto más a la cuenta.
Puede que esto resulte hasta frívolo, pero si da cuenta de un estado anímico propiciado por un ‹timeline› que podríamos calificar, como mínimo, de sospechoso y a posteriori decepcionante aunque no sorprendente. No se trata de romantizar el pasado ni un tema de nostalgia barata, se trata de recordar que no hace tanto tiempo no había jornada en que no hubiera películas a priori potentes mientras que ya desde la post-pandemia cada vez los productos son eso: productos de plataforma que parecen haberse comprado a peso, alguna vieja gloria vendiendo nombre como el caso de Soderbergh cuya película era poco menos que un ensayo ‹amateur› sobre casas encantadas y algún título como La sustancia que, sí, es carne de festival, pero que daba la sensación de estar más por una obligación hacia al fan que por su encaje natural.
Evidentemente sobre la calidad habrá opiniones para todos los gustos, pero esto permite engarzar el tema con otro de los aspectos más preocupantes vividos. Y sí, esto no tiene que ver estrictamente con la organización del festival pero sí indica el estado del género y de las audiencias. En general hemos asistido a una serie de películas cuyo patrón se basa en la falta de ideas y que se disimula con esteticismo vacuo y refritos referenciales. Lo pasmoso es que audiencias formadas en el género reciban con entusiasmo dicha tomadura de pelo en lugar de reclamar su legítimo derecho a algo que, con mayor a o menor acierto, sea propositivamente original y valiente.
Repetimos, esto no es estrictamente “culpa” del festival pero sí que da que pensar al respecto. Sitges no solo era un punto de encuentro del aficionado curtido al género. También era una escuela, un lugar que ha supuesto una educación cinéfila y sentimental. Un lugar que se reconoce no solo por las bonitas conexiones personales que se establecen, por el ambiente, sino por ser aquel lugar donde uno recuerda que vio “esa” película, esa primera obra de tal director o una sesión imborrable que aúna todas esta experiencias (caso paradigmático el de The Raid en el Retiro). Hoy día asistimos a una narcotización de las audiencias, a una bajada de nivel global que se corresponde, como no puede ser de otra manera, a una bajada de exigencia. Casos como el de Strange Darling o mismamente La sustancia lo ilustran perfectamente mientras que films imperfectos, pero más arriesgados como Una ballena pasan absolutamente inadvertidos entre la indiferencia o incluso la adversidad crítica.
Este es el modelo que tenemos, la inmediatez, la plataforma, la satisfacción inmediata, el espectáculo de luz y color que disfraza la mediocridad. La impostura formal que llega en oleadas y que fuerza incluso a aceptarla con una sonrisa complaciente. Puede que este sea el futuro, o mejor dicho ya es el presente. Pero mientras Roma se quema, Nerón toca la lira y habla de recaudación y de entradas. Pan para hoy, hambre para mañana hasta que un día nuestro querido King Kong sea finalmente abatido por los biplanos.