Great Absence (Kei Chika-ura)

De la relación entre Yohji, un padre que padece demencia, y Takashi, un hijo desesperado por rescatar sus recuerdos, emergen las imágenes de una memoria debilitada que fragmenta el relato. Esta es la idea troncal de Great Absence, que está concebida como un rompecabezas mental y narrativo y, aunque parece prometedora, no tarda en estancarse, desgastarse y resultar un tanto tediosa y redundante. Sus mejores momentos aparecen por otro lado. En el viaje que emprende Takashi por el pasado de su padre, a través de sus antiguos diarios, descubre a un hombre distinto, parece estar conociéndolo por primera vez al mismo tiempo que lo ve desaparecer. Desde fuera, las lindes de los fragmentos que conforman la película colisionan y revelan un juego de contrastes sumamente sugerente; los contrastes entre las versiones de un padre que a veces resulta indefenso, a veces insoportable, a veces tierno, a veces amenazante. Cada versión contradice a la anterior y a la siguiente, y resulta imposible saber cuál es la auténtica. Mientras el hijo se halla ante la misma disyuntiva, descubre que su padre podría estar implicado en la desaparición de Naomi, su madrastra por muchos años. En la búsqueda de respuestas, Takashi llega a conocer otras versiones de su padre un tanto espeluznantes. Poco a poco, estas contradicciones identitarias formulan la pregunta más atrevida de la película: ¿son fruto de la demencia o son su verdadero yo? En consecuencia, su respuesta sea tal vez lo más implacable de la propuesta: si el hijo quiere creer en ese padre arrepentido que le ruega perdón en la sala de una residencia, deberá creer, también, en ese padre violento que ha puesto en peligro la vida de Naomi.

La película se desinfla constantemente en una apuesta visual que nunca termina de elaborarse, que toma carrerilla cada vez que finaliza un fragmento para dar paso a uno nuevo que tampoco llega nunca a despegar. Aunque llegamos cansados, Kei Chika-ura consigue hallar sus imágenes más luminosas hacia el final del metraje. Pese a ser estampas fáciles, demasiado sujetas al lirismo, nos otorgan unos instantes entrañables en los que el film se entrega a pensar en sus imágenes de la misma manera que el hijo escoge pensar en su padre: a través de las palabras de amor hacia Naomi. Aquí, esas palabras no son más que los restos de un hombre que está a punto de desaparecer y, asimismo, la vía para invocarlo por última vez. Takashi las pronuncia a fin de rescatar y reclamar aquella versión de su padre que ha quedado sepultada por la enfermedad y que es, también, aquella versión de su padre que desearía haber conocido. Paralelamente, las imágenes se entregan a esta simplicidad y, en esta ocasión, tan solo operan como un receptáculo vacío para la potencia de aquellas palabras, para la emoción arborescente que contienen, que las llena de una expresividad que habían estado buscando a lo largo de toda la película. Es el fantasma de Yohji dejándose sentir en dichas imágenes.

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