Termina la mañana en la Escuela Primaria de Montaghin y las niñas ataviadas con los tradicionales «makhné» iraníes emprenden jocosas el camino de vuelta a casa. La cámara acompaña a las infantes en su jocoso cruzar por el paso de cebra en una ciudad superpoblada de coches, en la que no paran de sonar los molestos ruidos que acompañan el tronar de los motores. Tras perder de vista a las pequeñas y a los transeúntes del lugar la cámara retorna al lugar de origen, sin trampa ni cartón, gracias a un magistral movimiento fotográfico circular, como la trayectoria de un boomerang vital, para avisarnos que una de las niñas, con un brazo en cabestrillo y ataviada con una llamativa cazadora rosa está esperando a su madre, una despistada ascendiente que adivinamos se ha olvidado de la muchacha. Mina es el nombre del dulce retoño, que cansada de esperar y del silbido angustioso de los claxon que no paran de tronar, concluye emprender el viaje de regreso a casa en solitario.
La cámara sigue a nuestra Mina como un espía, sin que haya sitio para falsos cortes de montaje. La vida parece moverse a veinticuatro fotogramas por segundo. El silencio acompaña la odisea desesperada de la hermosa Mina. El espectador se convierte en sus ojos, sin que ello nos permita prolongar el brazo hasta la pantalla para guiar a la chiquilla en su azaroso viaje. Panahi sitúa la cámara a la altura de los ojos de Mina, convirtiéndola en nuestra improvisada cicerone de la jungla urbana iraní. La vida se ve demasiado grande con la escasa estatura de una niña de nueve años. Nuestro subconsciente se funde con el de Mina, sentimos sus miedos, su desesperanza, su descarada manera de afrontar los problemas, en definitiva somos ella. Desconocemos el rostro de nuestros interlocutores, los cuales tratan con escaso éxito servirnos de improvisado GPS. Tras un frustrado intento de obtener comunicación telefónica con nuestros familiares, conseguimos que un simpático señor se preste a transportarnos en moto hasta casa. La cámara nos convierte en pasajeros del viaje y de la hermosa conversación cotidiana que está teniendo lugar, en la que Mina nos informa que vamos a tener un hermanito en breve.
Sin embargo un nuevo avatar rompe el equilibrio que parecía haberse creado, obligando a Mina (y por lo tanto a nosotros) a tomar un autobús que parece sigue la ruta que nos llevará a tan ansiado destino. Como mujer que somos no podemos subir por la puerta delantera del autobús, siendo obligados a emplear la trasera reservada para nuestro sexo. Y la cámara pegada a la cabeza de Mina a escasos centímetros de separación, recorre con perpleja actitud cada asiento del transporte público, luciendo los bellos y curtidos rostros repletos de esperanza y progreso de la mujer persa. La mirada femenina está separada por una barrera espiritual más allá de la física que ostenta el autobús en el que viajamos. Sólo los músicos que amenizan el viaje y un joven vendedor prendado de la bella joven que se sienta al fondo parecen dirigir miradas compasivas a sus conciudadanas. Mina contempla con curiosidad e inquietud a sus vecinos de trayecto. Calla, porque no tiene nada que decir, solo espera la llegada de su parada para apearse y volver de este modo a sentir la protección de los calurosos abrazos de su madre.
Jafar Panahi está reinventando los esquemas del cine neorrealista italiano. Ha logrado confundirme de modo que no sé si lo que estoy presenciando se trata de una película o de un retazo de vida que ha sido chupado cual vampiro sediento de realidad por una cámara oculta en el ambiente. Ya consiguió perturbarme con su espléndida El globo blanco, con la que la presente cinta comparte no solamente niña protagonista, sino el mismo esquema filosófico de conversión de la irrealidad cinematográfica en radical realidad cotidiana a través de la mirada no contaminada de desencanto de una inocente niña.
Pero algo pasa. Mina deja de convertirse en nuestros ojos para mirarnos directamente a los nuestros, es decir al objetivo de la cámara. De repente la realidad aparente se transforma en realidad in situ. Lo nunca visto. La actriz que interpreta a Mina se rebela y amenaza al equipo de producción, con Panahi al frente, en llevar a cabo el abandono del rodaje de la cinta. De este modo la peripecia hipotética se confunde con la real. Somos testigos del cabreo de la actriz que nos deja con la miel en los labios. Nunca sabremos lo que pasó a la Mina de ficción, pero a partir de este momento nos interesará saber que le ocurre a la Mina real. La fotografía se torna en oscura, carente del ornamento fingido de la iluminación cinematográfica. Con los únicos instrumentos de un micrófono que sigue anclado a los ropajes de la Mina real y que debido al movimiento causa unos molestos cortes de sonido y de la cámara situada en al autobús en el que estaba transcurriendo la ficción, Panahi filma la nueva peripecia que está aconteciendo, o lo que es lo mismo, la trama se vierte para reflejar cual espejo inspirador de realidad la travesía que emprende la Mina verdadera camino a su casa.
La fotografía se torna sucia, con movimientos turbios, cual espasmos moribundos. Seguimos a Mina sin que ella se de cuenta en su caminar por las calles rebosantes de vida y tráfico amenazador. La historia se transforma en una persecución desesperada en captar los movimientos de Mina, tanto a pie como transportada en destartalados automóviles. La carrocería de los vetustos autos dificulta el objetivo. Somos unos cotillas, que sin pudor alguno, escondemos nuestro ojo en lugares ocultos ajenos a la percepción de los ciudadanos y de los policías que tratan de ayudar a Mina. Nuestra curiosidad es saciada al contemplar como los transeúntes son incapaces de prestar apoyo a una niña desvalida y desorientada. No son conscientes de que su pecado está siendo captado por nuestro ojo, dotado de una memoria a largo plazo a prueba de bombas. Nos asusta contemplar la realidad contada desde la vertiente de la ficción. Nos preguntamos si estamos asistiendo a una irrealidad imaginaria de diálogos cerrados o si por el contrario la irrealidad es espontánea, desnuda de la rigidez del guión y de una historia cerrada. La suciedad y verdad de los diálogos y de los actores parecen avisarnos que la cruda realidad se ha estampado de bruces en nuestra conciencia. Panahi nos ha conseguido perturbar y moralizar filmando un ejercicio de estilo que nadie se atrevió a plantear. Los límites de realidad y ficción parecen fundirse en un colage heterodoxo pero homogéneo, formando un solo ente que nos asusta.
Puede que este ejercicio sea considerado como una trampa pretenciosa y aburrida por gran parte de los espectadores. Es cierto que no gusta que jueguen con nosotros. También es cierto que el corte tan radical en el planteamiento de la película puede incomodar, suscitando un distanciamiento insalvable en el resto del metraje para el espectador que no consiga conectar con los novedosos mecanismos planteados por el director iraní. Pero lo que si que sé que es cierto, acierto a adivinar que no a profetizar, es que esta película me ha provocado una turbadora estimulación que ha ido más allá de los meros elementos cognitivos que alcanzo a comprender. Jamás se ha visto en una obra de arte una composición tan extrema de los límites que separan realidad y ficción. Y todo ello llevado a cabo con un carácter crítico profundo, casi subliminal, ese que tanto miedo da a los jefes de todo esto. Quizás sea por ello que los facinerosos y prepotentes hayan atado el arte de Panahi. Para evitar hacernos pensar que la realidad solo se cambia desde la ficción al igual que la ficción solo puede cambiar desde la realidad. Peligroso este juego. ¿Se atreven a participar?
Todo modo de amor al cine.
Una de las mejores películas del cine iraní contemporáneo, como toda la filmografía de Jafar Panahi. Es una desgracia lo que está ocurriendo con su situación, no solo por lo injusto de su caso, sino porque me parece uno de los mejores cineastas más talentosos y necesarios, no sólo del cine iraní sino del panorama mundial.
Menos mal que a raíz de «This is not a film» ha demostrado que es un cineasta y artista comprometido al 100% por una causa, y después de ver que este año tenemos esta nueva cinta «Pardeh», parece que tenemos Panahi para rato.
A ver si cuando acabe su condena domiciliaria, comete la sensatez de hacer las maletas e irse de Irán junto con toda su familia, a USA, UK o donde sea, para poder hacer un cine de forma totalmente libre, sin ataduras.
Sin lugar a dudas. Para mí Jafar Panahi es el mejor cineasta iraní que conozco, muy superior a Kiarostami en mi opinión. Un artista capaz de reventar los paradigmas cinematográficos para emanar obras de arte impregnadas de una intimista realidad que está al alcance de muy pocos. Una pena que en su país se le ate, si bien en su país dado el régimen dinamitador de libertad que gobierna tendrá difícil expresarse sin censura.
Me temo que no le quedará otra opción, si no cambian las cosas que no parece lo vayan a hacer, que emigrar a un país que le otorgue la libertad que merece su arte
Un saludo y gracias por tu acertado comentario.
Ayer, en este 2024, vi esta peli. A muchos años de su estreno todavía me sorprendió su giro maestro. Pero no solo eso vale la pena experimentar, hay muchos aspectos a disfrutar, como son los diálogos y la frescura de su protagónico, que aparenta tener su temperamento y decide…
Ya he disfrutado otros films de Panahi.
Su crítica me ayudó a disfrutar más esta gran cinta Iraní