Pedro Costa… a examen (III)

A lo largo de su carrera, Pedro Costa ha desarrollado una fascinación particular por retratar la marginalidad, puliendo un estilo en el que es capaz de abordar temáticas sociales urgentes y dramáticas desde una perspectiva eminentemente lírica, sin por ello edulcorar las realidades que retrata en sus formatos de docuficción. No es por tanto extraño que el director luso se empeñase en rodar una película en el barrio de Fontainhas, un arrabal lisboeta en el que la pobreza, la falta de oportunidades y la drogadicción constituyen un escenario opresivo; como tampoco lo es que, amistad con una de las actrices de esta mediante —Vanda Duarte, que interpreta a Clotilde— se acercase dos veces más al barrio para realizar una cronología de su remodelación y de la situación de sus habitantes, conformando la trilogía de Fontainhas.

Esa primera película, la que lo empezó todo, es Ossos; y su trama, inspirada en una historia que Costa vio en las noticias, narra el casi suicidio de Tina, una madre adolescente, junto a su hijo recién nacido, y el rescate y adopción posterior del bebé por parte del padre, quien en cualquier caso repudia al hijo y busca a quien sea para dejarlo a su cuidado. Sin embargo, esta línea narrativa y la presencia constante del bebé como un elemento incómodo para sus personajes, siendo sumamente crudas, no son más que el punto de partida para las verdaderas intenciones de la cinta, que conforma un retrato desde diversos puntos de vista conectados de la vida en el barrio de Fontainhas y la tristeza existencial en la que todos sus personajes están inmersos. Con la ficción como soporte, pero con un ánimo entre la observación poética y la recreación documental de lo que el director se encontró en el barrio, la cinta avanza con una lentitud y dispersión muy llamativas.

Ossos puede considerarse un paradigma, en la intención por lo menos, del cine de Costa; sin embargo, creo que hay unas ciertas diferencias sobre todo en la posición que el director se reserva al respecto del material que está rodando, y que se manifiestan en un estilo que como poco es errático e inseguro. Me sorprende en cierto modo que se hable del filme como si de una obra de enorme uniformidad formal se tratase, porque creo que esa visión traiciona las condiciones de su concepción y rodaje, pero también porque se ve que dicho estilo no es precisamente uniforme: se habla por ejemplo de que la cámara permanece distanciada, pero no lo hace siempre y en ocasiones opta por un intimismo invasivo hacia los gestos de los personajes; se habla de sobriedad en la puesta en escena, pero hay planos llenos de virtuosismo y de enorme complejidad técnica, como ese ‹travelling› a lo largo del barrio que sirve para generar una tensión narrativa y, al mismo tiempo, mostrar el espacio. Se podría decir que el denominador común es la fijación de la cámara por los espacios, pero dicha fijación no resulta en un abordaje estético concreto sino en muchos distintos que no conforman un todo claramente diferenciado.

En mi opinión, esto es, desde un punto de vista artístico, muestra de que la película no tiene las ideas tan claras sobre cómo quiere presentarse o qué quiere hacer con el material que tiene a su disposición. Es obvio que estas sensaciones me deberían parecer negativas y de hecho generan una cierta sensación de enfoque disperso en sus personajes que impide que esté siempre, del todo, dentro de la propuesta. Sin embargo, hay algo fascinante en su construcción que para mí compensa aquello y hace que me guste y conecte con ella: la sensación de observar un proceso creativo en vivo, en el que el artista no se encuentra seguro de lo que hace ni tiene una línea inequívoca a seguir porque para él este entorno es algo nuevo, que observa desde fuera y que no sabe todavía, del todo, cómo abordar. En ese sentido, Ossos es paradójicamente mejor y más constructiva como experiencia conforme menos sólida se siente, ya que se convierte en un reflejo de las indecisiones de su director y de la distancia respetuosa que toma respecto de una realidad que es lo suficientemente humilde para saber que no entiende ni ha conectado con ella del todo. Ya En el cuarto de Vanda Costa mostrará una familiaridad con el entorno que le permitirá abordar de manera distinta el texto, pero aquí no tiene sentido, en su filosofía autoral, que la demuestre.

El resultado de una situación como esta, en la que el director traslada a la puesta en escena y al guion su falta de familiaridad y sus dudas sobre lo que está representando, implica que sienta que debo observarla y juzgarla de otra forma, valorando unos méritos que no son tangibles en lo que deja traslucir la cinta, sino que forman parte de la experiencia de su creación y concepción a lo largo del rodaje. En ese sentido, no me atrevería a decir que ha funcionado del todo conmigo, conformando una buena y atractiva película pero que me pierde emocionalmente en su estructura y enfoque dispersos; pero me gusta mucho esta idea y, aunque sea fuera de la diégesis de la cinta, le encuentro un gran valor.

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