Aprovechando el estreno de lo nuevo de Zal Batmanglij con The East, recuperamos uno de esos títulos sobre activistas e infiltrado que bien merece la pena rescatar y con el cual lo nuevo del autor de The Sound of My Voice comparte curiosamente una premisa bastante similar.
Dirigida en 1970 por Martin Ritt, uno de esos cineastas no demasiado reconocidos pese a tener en su haber títulos como La tapadera con Woody Allen o el dueto sesentero con Paul Newman que le llevó a rodar junto a el de Ohio cintas como Un hombre y Hud: El más salvaje entre mil, Odio en las entrañas supone a buen seguro uno de sus mejores títulos, así como un concienzudo e impresionante estudio sobre la moral humana que nos lleva a las puertas de una mina.
De esa mina se saca Ritt de la chistera una primera y magistral secuencia culminada con un plano secuencia que nos trasladará directamente a un bar y para ponernos tras la pista del protagonista antes de oir el primer diálogo del film. Quince minutos de puro cine mudo que demuestran el portentoso sentido narrativo del cineasta, que simplemente mediante apoyos visuales y una medida dirección de actores compone un bosquejo de la temática central de Odio en las entrañas.
Justo en la siguiente escena presenta el cineasta a su protagonista, James McParlan, un detective de agencia que en su primer cruce de palabras con el jefe de la policía minera se define como un perdedor al que la vida no ha tratado demasiado bien. Su rostro así lo anuncia: de mirada abatida y curtida tez, McParlan es uno de esos tipos que no duda en el momento de tomar una decisión y que, en su nuevo papel como infiltrado para detener a esa sociedad llamada The Molly Maguires, deberá aguzar el ingenio.
Ritt nos pone de este modo en la piel de un personaje cuya misión parecerá mantenerse invariable, pero que en el camino sorprenderá con decisiones que quizá no corresponden a la catadura y principios de un tipo como él. Sin embargo, en ningún momento se nos engaña: ni McParlan es presentado como un tipo de envidiables valores, ni ese colectivo capitaneada por Jack Kehoe es una panda de canallas cualquiera que no atienden a razones (de hecho, su forma de entender esa asociación como algo democrático así lo demuestra).
La llegada de un nuevo y misterioso hombre pondrá, como no, a Kehoe y sus hombres en alerta, aunque McParlan se las ingenie para ofrecer una visión suficientemente sólida de su rol como para no tener que soportar interrogatorios que lo único que lograrían es desvelar una coartada levantada desde su primera aparición en el bar, y solidificada gracias a las inteligentes (y desdeñadas, todo sea dicho) intervenciones del jefe de policías, que con cada golpe dará mayores credenciales al papel interpretado por McParlan.
Con un guión que avanza con paso firme, no titubea y además administra con perspicacia sus bazas para no tener que recurrir a giros argumentales o dramáticos, Odio en las entrañas es todo un ejemplo de cine pragmático en el que desde los parajes que representan a la perfección ese ambiente en el que se mueven los protagonistas, hasta cada uno de los personajes que se dan cita en la obra (desde ese cura, hasta el maltrecho padre de Mary Reines) le confieren forma con un temple y vigor envidiables.
Los aspectos técnicos también acompañan en una cinta en la que quizá serían lo de menos, pero donde la fotografía de James Wong Howe (quien, precisamente, venía de ganar un Oscar en la ya citada Hud: El más salvaje entre mil de Ritt) evoca a la perfección los espacios, dotándolos de personalidad, y la partitura del gran Henry Mancini no hace más que secundar ese excelente trabajo logrando que la ambientación nos sitúe prácticamente en el lugar de procedencia de esos mineros: Irlanda.
Todo ello, catapultado por la sublime interpretación de un Richard Harris que está enorme y hace de su papel algo más que eso (uno es capaz de sentir las marcas del personaje, e incluso de creer en un discurso que nunca conoce como certero con exactitud), y por la magnífica presencia de un Sean Connery que llena la pantalla con solo aparecer en ella (impresionante su primera aparición, como con la cara embadurnada se le reconoce entre otros personajes), todo ello sin olvidar a una Samantha Eggar que otorga el contrapunto femenino perfecto junto a las contadas pero imprescindibles apariciones de Bethel Leslie en el papel de la mujer de Kehoe.
Odio en las entrañas se podría definir como un sólido drama sobre activismo pero, en realidad, estaríamos faltando a la verdad, pues además de ello es un concienzudo análisis sobre la moral del ser humano capaz de desmontar en un único y preciso diálogo la condición de más de un personaje, y de poner a quien supuestamente obra del lado de la justicia y la ley en la misma tesitura que aquellos que obran clandestinamente. Porque más allá del hecho de que McParlan también sea un ente clandestino en el seno de los Molly Maguires, queda el hecho de que su integridad, su honestidad, no puede poner fin a aquello que nos define como seres humanos: la emoción pura y viva de actuar libremente sin pensar en las consecuencias de nuestros actos.
Larga vida a la nueva carne.
Sigue siendo una realidad al igual que hace 50 años, obra maestra del cine, para verla muchas veces pero no vivirla nunca
Leí la novela hace tiempo y es una obra maestra. El filme también. Cine con una lectura marxista de la lucha de clases entre explotados y explotadores, pero también con una historia de amor marcada por ese ambiente oprimido de explotación.