Steven Soderbergh es uno de esos realizadores habituados a subvertir el fondo desde la forma; o, dicho de otro modo, nos encontramos ante un cineasta capaz de llevar cualquier género que se precie a su terreno sin que por ello este sea desprovisto de su esencia empleando, por si ello fuera poco, herramientas desde las que resignificarla dotando de un carácter mutante a los géneros a los que se acoge.
Presence es una nueva muesca de lo que es Soderbergh como autor, un rasgo que se traslada al film ya desde su aparato formal, si bien no alejado de los parámetros del género —al fin y al cabo, con el ‹found footage› cada vez es más común encontrar dispositivos como el que emplea aquí el autor de The Girlfriend Experience—, estilizado hasta un punto en el que es fácil percibir una mirada distintiva; un hecho, el de la pulcritud formal a la que recurre el cineasta, que sin embargo no repercute negativamente al no sentirse un artificio, sino más bien una forma inmersiva de entrar en el relato que propone.
De este modo, lo limpia que se percibe la imagen y lo aseado de sus movimientos no desvirtúan aquello que pretende expresar, en especial porque en Presence todo aquello que apela al sobrenatural sobre el que se construye la historia es parte de un pretexto; es decir, Soderbergh se interesa en el (sub)género de casas encantadas más como mecanismo que otra cosa, algo que queda implícito desde el momento en que no se dirigen a los habituales engranajes desde los que tensionar la puesta en escena y generar una inquietud que nos lleve al presunto horror que se podría sustraer de un contexto así. Y aunque encontramos alguna que otra secuencia que se despliega con eficacia y dota de cierta turbiedad al conjunto —más por lo acontecido que por el manejo tonal del film—, no deja de ser un modo de recurrir a la naturaleza del género sin que esta se consume del todo: toma forma, se percibe, pero no halla los motivos que uno esperaría
Nos encontramos, pues, ante una propuesta que ya desde su praxis no engaña a nadie y se siente más como una extensión que como la concreción de los atributos que podrían emerger en un film puramente de terror. No obstante, aquello que a través de los mecanismos empleados por Soderbergh funciona como una tenaz despersonalización del género, encuentra en su faceta narrativa la principal falla; por un lado, por el capricho con el que se termina manejando esa suerte de plano subjetivo desde el que concreta sus intenciones, y por el otro (y por ende), por cómo todo termina sintiéndose forzado, presa de una artimaña que empuja constantemente el relato constriñendo dicha narración a un espacio interesado e indisimulado que no permite desarrollar las facetas necesarias que dotarían a su subtexto dramático de un ámbito mucho más apropiado.
Buena prueba de ello está, ante todo, en el personaje de ese hermano cabroncete y repelente, cuyo arco se antoja exiguo e inconsistente teniendo en cuenta las decisiones que tomará su guionista, David Koepp, en torno al relato. Aquello que debería obtener una progresión y funcionar desde el final propuesto por el escritor, termina quedando relegado a instantes muy concretos y algún que otro diálogo que no proporciona ni de lejos la, ya no digamos profundidad, sino coherencia adecuada a la crónica.
No obstante, y teniendo presente que puede que nos encontremos ante una obra, en parte, fallida, deviene asimismo en una apreciable muestra de que, huyendo de lo formulaico, todavía quedan vías colindantes por continuar explorando, y se antoja más necesario que nunca hacerlo desde perspectivas tan interesantes como la que aquí propone el estadounidense, aunque no siempre lleguen a buen puerto.
Larga vida a la nueva carne.