Muñecas rusas
La francesa Audrey Diwan explica una historia ya contada antes, hasta la saciedad. Por ejemplo, con la archiconocida Emmanuelle de Just Jaeckin, de 1974, film erótico de culto protagonizado por Sylvia Kristel. Una adaptación de la obra nodriza, novela homónima de Emmanuelle Arsan, a su vez adaptada en más de una cuarentena de ocasiones en pantalla. En su tercer largometraje, Diwan se inspira (muy, mucho, demasiado) libremente en ese hiperexplotado personaje para emprender un periplo de lujo, perversión y empoderamiento que, sin embargo, derrapa trágicamente en el desconcierto para el espectador. Un descarrilamiento que se perpetra aún con un elenco de lujo y caleidoscópico que cuenta con la imantada presencia de figuras estelares como, ojo, Noémie Merlant o Naomi Watts. Ya era difícil resbalar, ya.
Diwan, después Mais vous êtes fous, su primer filme, que exploraba la adicción y la autodestrucción, se inmiscuyó en El acontecimiento, donde se atrevía a adaptar la novela de Annie Ernaux para tratar la opresión de la feminidad en un tiempo pretérito (pero no tanto) y mirar directamente a las brutales consecuencias de la prohibición del aborto. Ahora, volviendo al asunto que nos concierne, estrena Emmanuelle, donde nos traslada a la opulencia más suntuosa para, de nuevo, tratar con cierta distancia e ironía otras facetas de la sexualidad femenina. En este caso, la francesa aborda el deseo, la frustración y el hedonismo.
Partida en dos partes, Emmanuelle comienza con la llegada de nuestra protagonista a un hotel de lujo situado en Hong Kong, donde deberá llevar una auditoría, encargo expreso de una empresa, debido a la caída de los beneficios de este. Emmanuelle deberá, pues, encontrar los fallos de un paraíso capitalista, más pronto se dará cuenta que en ese complejo, lejos de tener problemas, cuenta con una atención soberbia, meticulosa y prácticamente infranqueable. Su gerente, Margot, máxima autoridad del edificio (interpretada por Naomi Watts), consigue establecer con Emmanuelle un vínculo de confianza que a la segunda costará romper. Es aquí, ante la frivolidad de un sistema que solo entiende de números, y no de personas ni de relaciones, donde reside una fiera crítica al capitalismo. Tanto es así, que la película se acaba trabando en su propio discurso formal: si el mercado y el trabajo son algo rutinario, mezquino y superficial, la película de Diwan se enclaustra también en esos defectos, deviniendo en una película obtusa y poco digerible. Durante su estancia en el resort, Emmanuelle conoce también a Zelda (Chacha Huang), con la que mantiene un acercamiento erótico que despertará, de una manera intensa y efervescente, su necesidad para saciar un vacío (sexual, pero también existencial y profesional) que la protagonista padece. Una tormenta feroz parte la historia en dos. Se funden los plomos del rascacielos hotelero y, en la más absoluta penumbra, divisamos otra dimensión.
En la segunda parte, a modo de consumación, es donde recobra todo el peso Kei (Will Sharpe), personaje enigmático que Emmanuelle conoce en el hotel. Se trata de un arquitecto que, casi como un ente fantasmagórico que aparece y desaparece caprichosamente, conduce a la protagonista, mediante un canto de sirena de lo oculto e inaccesible, a un mundo aciago y atrayente, pero también desconocido y amenazador que podría recordarnos a un acelerado Tasi Ming-liang. Diwan, ayudada de una cámara deambulante y ebria, y a través de un personaje que lo sacrifica todo para desvelar el puzle que supone un espacio ignoto, enterrado en los neones y los amasijos de una metrópolis inabarcable, retoma su curiosidad mórbida por lo subrepticio, donde enfatiza el éxtasis de la noche, recordando a los pasillos laberínticos de una ciudad perdida y subterránea, habitada por bares clandestinos que se esconden en armarios de pisos francos cualquiera. No es casualidad que la historia se sumerja en esos recónditos y humeantes templos del ocaso hongkonés, pues en esa tenebrosidad se encuentra guardado celosamente un secreto que Emmanuelle parece querer descubrir, cueste lo que cueste. El colofón del film, sin entrar en ‹spoilers›, así nos lo descifra (una reminiscencia de un drama ‹ménage à trois› al más puro estilo Wong Kar-wai), aunque el camino de llegada podría terminar siendo extenuante para el público.
Ayuda a evitar el desastre estrepitoso la fotografía portentosa de Laurent Tangy (Solo para mí, El acontecimiento) que, aunque monótona y poco llamativa en la primera mitad, se convierte en una de las grandes bazas de la producción en su conclusión. Quizá no sea suficiente para recuperar el tiempo perdido en una trama torpe y un guión enmarañado que, como un señor senil y desorientado, va chocando lastimosamente con las paredes durante su desarrollo. El desconcierto que mencionábamos al principio es de carácter narrativo y estructural. La confusión que Diwan pretende recrear intencionadamente se pasa de rosca, desarticulando la sensación de ensoñación, convirtiéndola inclusive, en algún segmento en concreto, en una pesadilla hastiada y aborrecible. Lo errático del film le juega en contra, y todo acaba precipitándose en el abismo del quiero-pero-no-puedo. Pese a ello, uno puede encontrar consuelo estético en algún momento de anecdótica lucidez: el espectador que decida abrazar lo errático y aceptarlo en su esencia, disfrutará los momentos más climáticos del film, que también ofrece una propuesta atmosférica bien trazada. Sea como sea, parece que Emmanuelle no sabe lo que quiere encontrar, de la misma manera que perece que Audrey Diwan no sepa del todo qué nos quiere explicar.