Sesión doble: Doctor Cíclope (1940) / El sueño negro (1956)

Los ‹mad doctors› llegan de nuevo a la sesión doble con dos nombres a rescatar: Ernest B. Schoedsack, que en los 40 realizaba su particular aportación con Doctor Cíclope, y Reginald Le Borg, que dirigía a finales de los 50 una El sueño negro protagonizada por Basil Rathbone.

 

Doctor Cíclope (Ernest B. Schoedsack)

17 años antes de El increíble hombre menguante, el director Ernest B. Schoedsack, recordado por hechizar a los espectadores de 1933 con el primer King Kong del cine y por cazar humanos un año antes en El malvado Zaroff, encajaba prácticamente a la perfección las técnicas cinematográficas del momento con una historia que narra las ansias de un científico loco por empequeñecer todo ser viviente que se encuentre a su paso mientras cada vez se vuelve más miope. Todo un drama que afecta a su investigación y le obliga a pedir ayuda a tres biólogos que tienen sus propias ambiciones, las cuales dan origen a la verdadera trama de Doctor Cíclope: una de las primeras películas con personajes diminutos en un mundo que se les hace grande y donde el mundo animal y lo salvaje cobran especial protagonismo.

De solo 77 minutos de duración, Doctor Cíclope es sobre todo una simple —en argumento— e imaginativa —en puesta en escena— aventura que destaca por el carácter y el carisma de Albert Dekker como doctor loco miope que lo único que quiere es seguir investigando para hacerse miniaturas vivas y que se las coma su gatete. Sin embargo, sus huéspedes son de esos que no saben nunca cuando irse y encima tienden a querer aprovecharse de su hospitalidad, dando pie a un visionado muy divertido repleto de ‹set pieces› y efectos visuales que sorprenden tanto como atraen por el interés que genera conocer cuántos esfuerzos creativos y físicos supusieron en su momento.

Y encima en tecnicolor, de un aspecto no tan vívido y brillante como otras películas más famosas, pero que sin duda ayuda a provocar un efectista horror animal, en absoluto existencial, que utiliza la ciencia ficción como puro complemento para desarrollar una historia de serie B con pocas sorpresas narrativas y sí muchas visuales. Una película que funciona gracias a su ingenio y que da rabia no querer más porque el científico loco podría haber sido un gran personaje de haberle dado el protagonismo a él.

Después de todo, el tipo, conocido como Dr. Thorkel, es todo un jeta (que pide a tres personas que vayan a su casa perdida en la selva para que le miren una cosa y se larguen), un megalómano a pequeña escala (je, je), creativo en su maldad, lleva gafas de genio y es educado y amable a la par que grosero y puñetero, obsesivo y con una apariencia (con una gran cabeza redonda y calva y gafas gruesas) que lo convierten en un personaje inolvidable rodeado de panes sin sal trepas y también con cierto ego, los pobres.

Pero en serio: el éxito de Doctor Cíclope dependerá de lo bien que uno pueda adaptarse a la metodología de las películas de terror de la época (1940) y de si los efectos especiales son suficientes para mantener la atención en su gigantesco mundo. Gran parte del reparto y de los personajes, más allá de Dekker/Thorkel, son adecuados en el mejor de los casos y ofrecen actuaciones aceptables para personajes que no necesitan hacer mucho más que recorrer el mundo exterior. Hay momentos en los que uno puede perder el interés, pero no son habituales, y suelen salvarse gracias a escenas que, cuando no son emocionantes, son divertidas y te maravillan como si fueras un niño todavía. Es una película que sabe lo que es, y yo la quiero más por eso.

Escrito por Alberto Mulas

 

El sueño negro (Reginald Le Borg)

El ‹mad doctor› ha sido una de las piezas esenciales del cine de terror desde sus primeros coletazos: un nexo imbricado ya desde la literatura clásica que sirvió para dar forma a algunos de los monstruos más célebres del celuloide, tras los que se escondían dichas figuras manejando las tornas a su antojo. Una situación ni mucho menos circunstancial, pues el relieve que han ido cobrando en territorios ciertamente específicos han hecho de esos personajes la razón de ser de no pocas obras volcadas sobre un horror o fantástico que tomaba una serie de rasgos particulares a través de su presencia.

El sueño negro, adaptación de un relato de Gerald Drayson Adams, comprende a la perfección ese precepto donde el ‹mad doctor› debe ser uno de los ejes articulares, y lo traslada ya desde los primeros minutos en una secuencia donde Joel Cadman visitará al doctor Ramsay en prisión para salvarlo de una muerte segura administrándole ‹nind andera›, una droga india, y encontrar en él una figura de confianza desde la que continuar realizando sus experimentos.

Nos hallamos, pues, ante un individuo manipulador y perverso que, si bien esgrime el amor como una de sus motivaciones centrales, no tiene reparos en llegar hasta donde sea menester con tal de conseguir su propósito. Basil Rathbone, que tomaba con este uno de sus últimos roles protagonistas y ni siquiera era uno de los rostros habituales del cine de terror de la época, si bien estuvo involucrado en algunos títulos e incluso ya había dado forma a un doctor siniestro en The Mad Doctor, compone con sobriedad y carácter uno de esos personajes que dominan con temple y personalidad la escena, sobreponiéndose incluso a secundarios tan deliciosamente escritos como al que da vida Akim Tamiroff, ese Udu el gitano que ejercía de recolector de cuerpos para el profesor Cadman.

Pero más allá de la presencia de uno de esos ‹mad doctors› memorables, nos encontramos también ante la precisa reproducción de un universo que Reginald Le Borg construye minuciosamente, siendo quizá uno de los alicientes que hacen de El sueño negro uno de esos títulos distintivos, atravesado por un horror gótico comprimido en escenarios y tétricos personajes —esas víctimas que Cadman irá dejando por el camino— que conforman una pieza muy a tener en cuenta, donde ni siquiera una conclusión un tanto rutinaria y alejada de las posibilidades que atesora el conjunto, le restan encanto e interés. Le Borg firma con oficio una de esas obras que, a través de su pulida narración e ideas de lo más sugerentes, invitan a volver sobre los pasos de un horror pretérito cuya llama se antoja, todavía a día de hoy, inextinguible.

Escrito por Rubén Collazos

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *