El Tercer cine —o Nuevo cine latinoamericano— llega a la sesión doble con dos títulos desde los que indagar en él: el mediometraje dirigido por Jorge Silva y Marta Rodríguez a inicios de los 70, Chircales, y el documental México, la revolución congelada, que dirigía también por esas fechas el cineasta argentino Raymundo Glezer.
México, la revolución congelada (Raymundo Glezer)
Rodada con el permiso del entonces candidato y posterior presidente de México Luis Echeverría, quien creyó estar apoyando un filme a mayor gloria de la Revolución Mexicana, la obra del director argentino Raymundo Gleyzer, cineasta militante conocido por su obra documental y, posteriormente, desaparecido de manera forzosa por la dictadura argentina, levantó tales ampollas que en el propio país que fue estrenada con 36 años de retraso. Y no era para menos, porque México, la revolución congelada no fue realizada con un ánimo elogioso ni conciliador, y la supuesta propaganda institucional fue, en cambio, terreno abonado para el análisis incómodo de Gleyzer sobre los éxitos, desde luego, pero también los fracasos de aquella primera gran revolución del siglo XX.
Gleyzer señala, sin soslayar los avances de dicho proceso revolucionario, que este fue fundamentalmente incompleto y, en la contemporaneidad de la película, pervertido en la figura del PRI, el partido hegemónico de México durante todo el siglo pasado y autodenominado heredero de la Revolución. Mediante entrevistas a diversas facciones y secuencias que muestran el reparto desigual de las tierras entre los campesinos, la discriminación y pobreza extrema de las comunidades indígenas, la crónica de las luchas internas entre las diferentes facciones revolucionarias y la apisonadora electoral del PRI, el autor da forma a su idea de la «revolución congelada», en la que expone lo que sucede cuando un proceso como este termina preso del aburguesamiento y pierde su trasfondo ideológico. Asimismo, dispuesto a enfrentar de manera furibunda el relato oficial, el documental no escatima en ataques a una izquierda, mexicana pero que se lee en clave internacional, a la que lee la cartilla por su apaciguamiento y ensimismamiento en un folklore revolucionario simbólico pero vacío de contenido. Gleyzer formula, citando al Che Guevara, que la verdadera revolución debe ser socialista, y para ello parece señalar que debe permanecer vigilante y activa, para evitar estancarse en viejas glorias y en procesos incompletos.
A nivel formal, Gleyzer aboga por un estilo narrativo en el que se erige de juez y parte en las imágenes y testimonios que recopila, confrontando los registros de archivo, buscando la imagen que mejor se ajusta a las emociones que quiere transmitir, y respondiendo a los testimonios de sus entrevistados sin ánimo de conciliar. El documental es muy variado en recursos y tiene un montaje dinámico que va engarzando sus piezas, en apariencia de estética disonante, para construir eficazmente un relato muy claro que refuerza su tesis. El resultado es una obra de espíritu militante insobornable, que ofrece un retrato de México difícil de digerir, descartando sus mitos fundacionales democráticos y exponiendo las consecuencias de la estrechez de miras que ejemplifican: un partido enquistado en el poder, corrupción, desigualdad y pobreza extrema que apenas se aborda en discursos vacíos, conformismo y adormecimiento ideológico y, en último y trágico término, violencia y represión. La obra finaliza, como registro final infame del fracaso de esa revolución incompleta, con imágenes de la matanza de Tlatelolco, aquella en que cerca de 400 estudiantes y activistas fueron asesinados por las fuerzas del orden; aquella que fue cometida por el gobierno del que Luis Echeverría, candidato retratado aquí, era secretario de gobernación.
Pese a todo, Gleyzer se muestra optimista, esperanzado en el movimiento obrero y estudiantil del 68, por entonces efervescente, y da una oportunidad a una praxis revolucionaria realmente transformadora y radical. En este sentido, México, la revolución congelada es una obra de gran energía activista, que a día de hoy puede verse no solo desde la admiración por su audacia discursiva, sino también por lo que de ella se pueda inspirar.
Escrito por Javier Abarca
Chircales (Marta Rodríguez, Jorge Silva)
El Nuevo cine latinoamericano o Tercer cine fue pariente lejano del neorrealismo. Cine de raigambre social también, sacado de las cenizas del conflicto, de la injusticia y la pobreza, pero en un contexto muy diferente. Aquel que heredó el látigo del colonialismo, la violencia y desigualdad social, sumiendo en el subdesarrollo a varios países. Hubo muchos directores que marcaron con acento autoral ese cine reivindicativo que clamaba y abría sus heridas al exterior, pero me centro en la colombiana Sara Rodríguez, directora que trabajó con Jorge Silva exponiendo la realidad sociopolítica de su país, introduciéndose en los males que arrastraba la población indígena desde antiguo y su población obrera. Así —tal como haría su compatriota Gabriela Samper con los campesinos cubanos, Sara Gómez en Cuba, o Margot Benacerraf en Venezuela con los obreros de las salinas—, dieron testimonio de los males que asfixiaban a los desheredados de la tierra. A los olvidados. Mujeres en un oficio que aún tenía que redefinirse en el cine, pues todavía era un espacio con escasa presencia femenina.
Chircales arranca con la euforia en la Plaza Bolívar de Bogotá por el comienzo de nuevos tiempos políticos en 1966. Se habla con entusiasmo de votaciones, del partido Liberal, de optimismo de un país en proceso de cambio. Vemos imágenes del presidente Carlos Lleras, que comenzó lo que se llamó la “transformación nacional” y escuchamos en voz en ‹off› que el país está mejorando en quién posee los latifundios y la disminución de la oligarquía. Hasta se idealiza la situación con la Fundación Rockefeller ayudando en el país. Información oficial rodeada de jolgorio, música que contrasta pronto con lo que exponen los directores. El silencio se hace dueño del documental porque le toca el turno a la miseria hecha imagen. Es tanto lo que nos impactan esos niños descalzos por la tierra sacando arcilla de montículos pesando más el pico que ellos, en un lugar inhóspito sacado de la peor pesadilla, que podría constituir otro capítulo más de aquel Cine de la crueldad junto a Buñuel, entre otros directores.
María y Alfredo tienen doce hijos y uno en camino porque “así lo quiere dios”. Malviven hacinados en un “chircal” al lado del río Tunjuelo, zonas del extrarradio donde se producen de forma primitiva ladrillos. Son parte de ese colectivo que no aparece en las estadísticas, silenciado y encubierto porque enturbia la realidad. Alfareros que escapan a un control político abandonados a su suerte, a merced de terratenientes, arrendatarios y ninguna legislación que les ampare. Muy al contrario, les está prohibida cualquier iniciativa de organización sindical que reivindique sus derechos bajo amenaza de desalojo y ocupación por otras familias. Mal pagados, manipulados en el voto, trabajan a destajo desde el pequeño de la casa hasta los padres, enfermos, envejecidos prematuramente y con el cuerpo roto después de décadas de sobreexplotación. Son producto de aquel episodio de La violencia (a partir de 1946) en Colombia, en el que perecieron miles de personas y millones se desplazaron a zonas urbanas en condiciones infrahumanas.
Apoyado en una música chirriante, aguda, vemos la doble desesperación por condición de obrera y mujer de la madre en esos quince ladrillos que carga avejentada mientras su marido bebe por las noches, pega a sus hijos y amamanta a la pequeña mientras trabaja. Sentimos la indigencia en una cama con seis personas apiladas. Nos horrorizamos ante la explotación infantil con los hijos que nunca juegan y están envueltos en barro. Y nos conmovemos cuando vagan expulsados sin equipaje, sólo con un pequeño torno y un cuadro de Jesucristo.
Escrito por Estrella Millán Sanjuán