Marcello mio (Christophe Honoré)

Una representación de la crisis íntima y artística

¿Qué duda cabe? La aproximación a una figura de la envergadura icónica de Marcello Mastroianni resulta atractiva ‹per se› para tantos admiradores de un legado artístico sin parangón en la Historia del cine. Además, la historia personal del hombre que vivió durante años al lado de la gran diva del cine francés, Catherine Deneuve, sin divorciarse nunca de su esposa italiana Flora, y con quien engendró a una de esas vástagas del arte, profundamente marcada por tan ilustre ascendencia, concita elementos adicionales de interés en el plano sentimental. La familia no convencional que formaron en aquellos tiempos es un acicate más que puede resultar irresistible.

Desde esta premisa teórica de partida, el director francés Christophe Honoré nos propone una vuelta de tuerca creativa en torno a un peso que se presenta insoportable —la alargada sombra de un padre como Marcello y de una madre como Catherine— en la vida, la proyección pública y las posibilidades de desarrollo profesional de la hija que decidió dedicarse también a la interpretación.

Y por estos derroteros arranca el film. Chiara Mastroianni, caracterizada con el despampanante vestido negro que lució Anita Ekberg durante aquel inolvidable baño nocturno en la Fontana de Trevi, está grabando una suerte de video publicitario inspirado en tan glamurosa secuencia, Pero las condiciones materiales, las exigencias contradictorias y demandantes de la directora, van tornando la situación en un trance pesadillesco. Hasta que Chiara se despierte angustiada. Esa mañana, en el espejo, su rostro parece haberse transformado. El indudable parecido físico con su padre se ha acentuado, Chiara oculta el rostro, apenas se ve capaz de salir de la cama. Pero tiene una prueba para una película, y su madre la espolea a acudir —al fin y al cabo no las tiene todos los días—. Precisamente, será allí, recibiendo la réplica de Fabrice Luchini, cuando las sugerencias de la directora Nicole García, aludiendo a la idoneidad en esta ocasión de emular el estilo de su padre, no el de su madre, desencadenen la crisis de la actriz, «Yo quería actuar como Chiara».

De camino a casa, contactará con un soldado inglés que llora desconsolado en un puente parisino porque el amante con el que había quedado en reencontrarse esa noche, no ha aparecido —como en Noches blancas de Luchino Visconti—. A partir de ahí habrá tomado una determinación. Se va a transmutar en Marcello, vestida generalmente como el Guido de Ocho y medio, parapetada detrás de las gafas de pasta negra del trasunto de Federico Fellini en el peor trance de crisis creativa. Y las reacciones de su círculo más íntimo, o del conocido propietario de su restaurante habitual, irán en consonancia con la provocadora y ciertamente original propuesta de Honoré. Desde su madre desconcertada y visiblemente preocupada, hasta su ex-marido, el cantautor y actor francés Benjamin Biolay —recordemos que los dos intérpretes ya fueron pareja en el ámbito de la ficción estricta en la comedia dramática del director sobre una pareja en crisis Habitación 212—, o el novio de la adolescencia Melvil Poupaud, que le prometió a su padre cuidarla toda la vida, y acredita la reacción más furibunda contra la decisión de Chiara —¿Es así como piensas conseguir desvincularte de la marca de tus padres?—. Pero también habrá un actor disonante en esta historia. Fabrice entrará en el juego que propone la actriz, le prometerá amistad y fidelidad eterna contra cualquier desventura. Al fin y al cabo, siempre deseó poder ser amigo de Marcello. Junto al veterano actor, asistiremos a los instantes más conmovedores de la película, cuando la hija en boca del padre confiese que a la ‹polpetta› le hubiese gustado que «nos hubiésemos casado de verdad», o a los más demenciales, cuando el nuevo Marcello rememore sus desavenencias amorosas con la mismísima Faye Dunaway.

Aunque si de modo esperpéntico se trata, el culmen de la acción, y la consiguiente hecatombe, llegará cuando Chiara se decida a participar, pese a las advertencias de su madre, en un programa de variedades de la televisión italiana dedicado a su padre, en el que varios participantes aspiran a ser reconocidos como el auténtico Mastroianni. Aquí la actriz optará por la indumentaria de las grandes ocasiones, ni más ni menos que el avejentado esmoquin de Ginger y Fred, y se reencontrará en su delirio razonado con Stefania Sandrelli. Diré para concluir, que la película va a terminar como comenzó, con la playa de la secuencia final de La dolce vita reconciliando a Chiara consigo misma, despojándose de sus vestimentas simuladas y sumergiéndose en el mar.

Hasta aquí, he tratado de inventariar unos elementos artísticos osados y creativos, anclados en el metacine más inspirador, que por desgracia terminan por descarrilar en el film. Al final, el desarrollo del relato en su conjunto, pese a la valentía, o a la supuesta honestidad, no resulta convincente, no consigue emocionar, salvo en las contadas ocasiones mencionadas. Creo que no era fácil. Sí hay que reconocer, en cualquier caso, las interpretaciones poderosas de la protagonista y de su madre. Sin duda, su comunión en pantalla constituye la aportación más valiosa de la película.

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