Feminismo, existencialismo y memoria: entre Flora Tristán y Claudia von Alemann

Blind Spot (Die reise nach Lyon, 1981): Feminismo, existencialismo y memoria

«El nivel de civilización a que han llegado diversas sociedades humanas está en proporción a la independencia de que gozan las mujeres.»
Flora Tristán

Desde los albores de los tiempos, la cultura occidental —por supuesto también la cultura oriental, aunque de eso sepamos muchísimo menos desde nuestra alteridad orientalista— erigió el viaje en una de sus metáforas más estimadas y recurrentes, adquirió un significado que trascendió su materialidad y se transformó en una simbología visual de amplísimo espectro. El viaje invita a rituales de partida y de llegada, pero también idealiza y mitifica las tierras que están por llegar, las torna mágicas y prometidas. Desde las mismas epopeyas clásicas hasta la experiencia personal tan prosaica como poderosa del común de los mortales, el impulso de abandonar el lugar seguro y conocido para emprender una nueva aventura de descubrimiento en diversos sentidos, ha construido todo un acervo histórico-cultural de energía trasgresora y transformadora. De algún modo, cada uno de nuestros pequeños y grandes viajes, cambian un poquito de nosotras mismas en el camino.

Desde esta premisa esencial, el acercamiento al film más emblemático de la directora alemana Claudia von Alemann, que además fue su debut, se presenta frente a la experiencia cinéfila como un apasionante, a la par que inquietante, proceso de introspección e investigación transformador, que va a funcionar alternativamente en dos líneas de acción que se entrelazan, la de la crisis existencial de Elisabeth, su rutilante protagonista, que en breve presentaremos como se merece, y la de la indagación de aquella en el legado en Lyon de la escritora y activista feminista Flora Tristán, con más de un siglo de antelación, que a su vez, en su diferenciada y ambivalente naturaleza, parecen reconstruir mucho de las propias inquietudes de la cineasta en un sentido que me atrevo a considerar sociológicamente generacional.

En consecuencia, antes de seguir adelante con Elisabeth y Flora Tristán, quisiera recordar a Claudia. Nacida en Seebach (Alemania), estudió Historia del Arte y Sociología en la Universidad Libre de Berlín, y Cine en la Escuela de Diseño de Ulm. Desde 1968 hasta 1969 vivió en París y dirigió el documental Das ist nur der Anfang – der Kampf geht weiter sobre los ‹états généraux du cinéma›. En 1973 organizó, junto con Helke Sander, la primera Conferencia Internacional de Cine de Mujeres en el Kino Arsenal de Berlín. Desde 1974 a 1980 volvió a vivir en París. En 1982 ganó el Premio de la Asociación Alemana de Críticos de Cine precisamente por esta apasionante película Blind Spot (Die reise nach Lyon). Además, entre 1982 y 2006 ejerció como profesora de cine en la FH de Dortmund, y como profesora invitada en escuelas de cine como las de La Habana, Cambridge, Nueva York, Boston o Montreal. Su largometraje Das frauenzimmer, un producto televisivo de potente impronta transgresora, que ironizando ya desde su presentación sobre la habitación que corresponde a las mujeres, proponía poderosas conexiones entre los gestos cotidianos y los rituales, con un tono retorcido, onírico e incisivo que miraba de frente a la desigualdad sistémica, se encuentra en numerosas colecciones de video-arte en museos como el MoMa de Nueva York. En el plano personal, está casada con un artista colombiano, y vive entre Colonia y La Habana.

También me parece crucial situar su discurso artístico en el contexto creativo de otras tantas autoras de la Alemania Occidental —por supuesto, este escenario se podría agrandar hasta la infinidad—, que como Helke Sander, Ula Stöckl o Helga Reidemeister, desde 1968 y a lo largo de las décadas de los años setenta y ochenta, se interesaron por los mismos temas urgentes del nuevo movimiento de las mujeres, en el que estas directoras a menudo participaron directamente: la búsqueda de la igualdad en espacios domésticos, laborales y recreativos, que tienen un claro eco en las organizaciones feministas que surgieron fuera de la pantalla, así como las restricciones que la sociedad impone a las madres, se pueden sentir con particular relevancia como unas preocupaciones compartidas. Tanto en los terrenos de la ficción como del documental, con marcos más convencionales o más experimentales, cada una de ellas con sus idiosincrasias particulares, ofrece una disertación profunda sobre la maternidad.

Por lo que respecta a Flora Tristán, es ineludible el recuerdo y la reflexión agradecida —también por su relevancia respecto a la apuesta cinematográfica de von Alemann—, aunque inevitablemente de forma más que sintética, en torno a una entre tantas eminentes heroínas del movimiento feminista en tiempos incomparablemente más complicados. Escritora, socialista, pionera en la defensa de los derechos de las mujeres y de la clase trabajadora en el siglo XIX, nació el 7 de abril de 1803 en París, hija de Mariano de Tristán y Moscoso, coronel peruano al servicio de la corona española y de la francesa Anne-Pierre Laisnay. Sus padres se casaron en un matrimonio religioso oficiado por un sacerdote francés que no tenía legitimidad legal. En 1808, cuando Napoleón invadió España y tuvo lugar la insurrección contra la ocupación francesa, hacía un año que el padre de Flora había muerto. Fernando VII abdicó ante Napoleón, la guerra continuó y se decretó la incautación de los bienes de los españoles residentes en Francia, con lo que su madre perdió sus propiedades. En consecuencia, Anne-Pierre y la pequeña Flora quedarán solas y sumidas en la pobreza.

A los diecisiete años Flora comienza a trabajar como iluminadora en el taller de André Chazal, con quien se verá obligada a contraer matrimonio en 1821. Entre 1826 y 1828 trabaja como doncella de una familia inglesa, viajando por Inglaterra e Italia. En 1828, harta de los abusos violentos de su marido, se separa y se hace cargo de sus hijos Aline, Ernest y André. En 1832 decide viajar a Perú en busca de sus orígenes familiares, dejando a sus hijos a cargo de otras personas en Francia. Cuando regrese, comenzará a escribir y se introducirá en la vida política y cultural parisina. Como consecuencia de una tentativa de feminicidio por parte de su marido, terminará definitivamente su relación. Chazal será condenado a veinte años de trabajos forzados, conmutados por prisión en 1839, y así Flora conseguirá por fin el divorcio. Finalmente, con la derrota napoleónica en Waterloo, se produce la restauración monárquica en la persona de Luis XVIII. Fue durante su reinado, entre las dos revoluciones liberales de 1830 y 1848, cuando Flora escribió sus obras y desarrolló su intenso activismo socio-político. El código napoleónico había logrado el cierre de los clubes de mujeres y la abolición de las escuelas femeninas. La norma establecía una dependencia completa de las mujeres respecto a sus cónyuges en lo relativo al domicilio y a la administración de todas las propiedades, despojándolas de sus derechos civiles y políticos. Como el matrimonio de sus padres no tenía validez legal, no pudo acceder a la herencia familiar. Sin embargo, fue acogida por la familia Tristán y su hija Alina por su nieto, el pintor Paul Gauguin. Flora murió en Burdeos en 1844 a los 41 años como consecuencia de una fiebre tifoidea.

En su célebre trilogía literaria, Peregrinaciones de una paria (1838), Mephis (1838) y Paseos en Londres (1840), ya quedó perfectamente acreditada la esencialidad de su impronta viajera, observadora y extranjera en todas partes, en la construcción de su pensamiento. Bien sea a través del encuentro con las Américas y Perú, o por medio de sus viajes a Londres como testigo de la Revolución Industrial, estas idiosincráticas idas y venidas desarrollaron un ambicioso espíritu internacionalista y una visión multidimensional del mundo en el que vivió. Por supuesto, es fundamental su Unión obrera (1940), obra cumbre de su legado y texto fundacional para el internacionalismo de los trabajadores y trabajadoras —ahí está «¡Proletarios del mundo, uníos!», la consigna de Tristán, con la que Karl Marx y Frederick Engels cierran el Manifiesto comunista de 1848—, como La emancipación de la mujer o testamento de una paria (1845).

En su desarrollo teórico, Flora Tristán redescubre a su modo a la pionera Mary Wollstonecraft (la madre de la escritora Mary Shelley, autora de la novela inconmensurable Frankenstein), que permanecía olvidaba en Inglaterra y apenas era conocida en Francia. También elabora y refuerza la necesaria emancipación de la mujer declarada por ilustrados como Poulin de la Barre, Taylor, Condorcet, D’Alembert, o Diderot, en contra de la lógica racional de la Ilustración, que se pretendía universalista, pero dejaba a las mujeres en un estamento inferior —se les reconocía su humanidad, pero no la autonomía y la racionalidad—. Respecto a su posicionamiento frente al esclavismo, llegó a Perú con ideas abolicionistas extraídas de sus lecturas y de su vínculo con los círculos parisinos revolucionarios y sus viajes a Londres, país donde el combate por el abolicionismo era pionero. Su indignación frente a la esclavitud en su viaje a Perú, tanto en Cabo Verde como en su visita al ingenio Lavalle en Chorrillos (Lima), queda perfectamente reflejada en Peregrinaciones. Pero sobre todo, es el incesante viaje de su propia vida, su condición de ilegítima, el trauma de un matrimonio abusivo y la consecuente e inusual decisión de abandonar a su marido, su proyección en el espacio público en una época en la que las mujeres vivían encerradas en la esfera privada, así como su protagonismo en los círculos obreros y socialistas. Desde su peregrinación infinita obtendrá las grandes lecciones para la vida de las mujeres y para sus propuestas en favor de las mujeres extranjeras, respecto al derecho al divorcio, a la educación de las mujeres y, sobre todo, al acceso al trabajo remunerado, para poder ganarse la libertad. Su vida y su obra están unidas, y ese es precisamente el elemento que recupera y reconstruye von Alemann en su extraordinario ensayo fílmico, especialmente a partir de El tour de Francia (1843-1844), un diario que permaneció inédito hasta 1973 —cinco años antes de que la cineasta iniciara el rodaje—, y que se organiza como un plan, definiendo un capítulo por ciudad: «Cada ciudad será un capítulo. Después, una alocución a los obreros, a los vanidosos y a los inteligentes. Después, un llamado a los jóvenes burgueses. La idea del periódico. Trazo allí la marcha que conviene seguir. Allí será puesto el plan. Indicaré la manera de propagar, de profesar las ideas de la Unión Obrera».

Y por fin, retornado a la obra de von Alemann, diré para comenzar en la estela de las vicisitudes de la pensadora franco-peruana, que son incuantificables el número de películas, de viajes cinematográficos, intelectuales, personales, humanos al fin, que han comenzado en una estación de trenes. La cineasta arranca con lo que podemos observar por la ventana del vagón, estampas campestres que preceden al urbanismo desolado de las ciudades, de los complejos fabriles que vuelan ante nuestra mirada a gran velocidad, generándonos casi siempre una suerte de inevitable melancolía.

El 7 de julio nuestra protagonista parte hacia Lyon —exactamente el mismo día, muchos años atrás, en el que Tristán también tomó una determinación respecto a la ciudad: iba a fundar un sindicato obrero—; «7 de Julio parto para Lyon. B. estaba bastante sorprendido. Me llevó a la estación, apretando los dientes, sin decir palabra. Elsa dormía tan profundamente que no tuve el valor de despertarla. Me muevo, y sin embargo, estoy inmóvil. Encerrada y, sin embargo, protegida en el tren. Nadie espera nada de mí». Terminan los títulos de crédito, y con ellos el movimiento hacia delante con el que nos hemos puesto en marcha hacia nuestro destino, hasta el estatismo del andén de la estación.

Elisabeth (Rebecca Pauly), una mujer joven sentada en el banco con su maleta, nos relata sus intenciones: se propone hacer el mismo itinerario que hizo Flora Tristán en la capital del Ródano. En ese propósito argumental y en este desarrollo fílmico, los encuadres de von Alemann están profundamente mediatizados por las distancias, las profundidades de campo interiores, que se erigen en una potentísima metáfora visual y cinematográfica del estado de las cosas en esta narración y en la intrahistoria de la vida de Elisabeth, en un paralelismo constante y consciente con los pensamientos de la filósofa revolucionaria. Entre la incertidumbre y la inexpresividad, que en ningún momento nos deja de impeler con insistencia, esta mujer errante se hace unas fotografías como fugaces testimonios de su andadura. En el lugar que elige para dormir, en la composición espacial y lumínica en el plano de la directora, nuevamente la ventana, todo un mundo, un espacio exterior para descubrir, es la protagonista absoluta. Debido al insomnio y a la luna que la acompañan en sus desasosiegos, por la mañana, ante la máquina de escribir, constata la enfermedad que comienza a sufrir Flora y se vuelve a dormir. Durante esas primera horas en Lyon apenas consigue salir de la cama, mostrándonos así la cineasta la profunda crisis existencial que guía su transcurrir semi-sonámbulo.

A la mañana siguiente, cuando un desconocido la observe con curiosidad y deseo y sus miradas se entrecrucen sin más en una conexión de un solo instante, comenzaremos a intuir que Elisabeth está buscando mucho más de lo que nos contó. Desde aquellas confesiones inaugurales se va formulando su realidad: está casada con un hombre alemán y tiene una hija pequeña a los que ha abandonado. Cuando la escuchemos preguntando, conversando a la búsqueda de vestigios con la vieja anticuaria en el barrio de Rouse Gueix donde Flora vivió, sabremos que solía ser historiadora «pero ya no». Y sobre todo, nos desvelará una cuestión que en mi opinión es estructural y que define la esencia de su labor y de la misma propuesta cinematográfica de von Alemann; a falta de archivos convencionales sobre la silenciada figura de Tristán, su objetivo es encontrar elementos que no se hayan estudiado hasta entonces, conocer mucho más allá de la erudición académica, alcanzar un proyecto vital compartido con la pionera. Se ha dispuesto a emprender una búsqueda que es tan intelectual como íntima.

Con este propósito, Elisabeth deambula por las calles y caminos y siempre retorna a ese espacio principal a contraventana, usando un dictáfono para grabar los sonidos de la ciudad, el golpeteo de su caminar y de sus acciones. Pretende reconstruir una memoria sensorial de la vida de Tristán —aquí el discurso de von Alemann conecta con una rama de la Historia muy apreciada por la que suscribe, la Historia cultural, en su tradición antropológica de investigación en torno a las fiestas populares, o a las tradiciones más ancestrales especialmente y muy específicamente a la Etnomusicología—, una memoria histórica innovadora por aquellos años, que registra campos sonoros, buscando un pasado desde el presente, para aprehender temporalidades para el futuro. Elisabeth persigue acceder a su mundo auténtico, aunque en no pocas ocasiones se lamente de que la problemática temporal se lo impide —«tres guerras nos separan»—, redescubriendo de esta manera la faceta de la ciudad como caja de resonancia histórica.

Desde este contenido de fondo, es importante destacar la alternancia formal constante entre lo ficcional y lo documental en el film de von Alemann, que se complementa a su vez con el interés analítico por lo público y lo político, en contraposición constante con lo íntimo y lo privado. Porque esa fue la disyuntiva constante en el desarrollo de Tristán, que es a su vez la piedra angular de la crisis actual de la historiadora, aplicable a otras tantas mujeres en diferentes contextos. En este sentido, muy significativa en el transcurrir de esta aventura es la visita a la oficina de correos para recoger una carta de B, su marido. En este pasaje la cámara de von Alemann ensaya un recorrido parsimonioso, regodeándose en el espacio y en el tiempo, por la superficie del largo mostrador hasta llegar a Elisabeth, que la lee visiblemente impactada: «no puedo creer que simplemente te fueras». A continuación, mientras come en un restaurante que pronto se va a convertir en otro escenario de referencia, el tono narrativo de la cineasta se acerca especialmente al documental, con esa mujer que le sirve la comida, se sienta a fumar con desgana en su barra y nos mira directamente a los ojos por un instante, derribando la cuarta pared. Desde su posición vemos a nuestra protagonista llorar frente a la carta, y la tabernera vuelve a escena auditivamente: «ninguno merece ninguna de tus lágrimas». Después se sienta a su lado y conversan sobre su vida, la ciudad, a la que también ella arribó desde París con el éxodo. Su padre las abandonó a ella y a su madre y rehicieron su vida en Lyon —nuevamente, las inquietudes de la propia disyuntiva vital de Elisabeth se expanden en el relato a través de las vivencias de otras mujeres que se va encontrando en la travesía—. Y al mismo tiempo, los vestigios históricos, como esa placa conmemorativa del fusilamiento de ochenta judíos a manos de la Gestapo, aquella noche oscura de la que aún tiene memoria. Porque no sólo lo vio sino que también escuchó los disparos “tac tac tac” —nuevamente las narrativas de la memoria, reconstruidas oralmente, con el sonido como elemento fundamental para su evocación, se reivindican en su valor memorístico e historiográfico—.

Elisabeth continua. Se recrea en sus paseos, explorando una urbanidad decrépita, sucia, desconchada y desolada, en un juego metafórico certero sobre su estado de ánimo, que refuerza toda la potencia de su labor investigadora respecto a Tristán. Sus palabras también resuenan con fuerza, «el más oprimido de los hombres aún puede oprimir a alguien más: su esposa». En consonancia con estas premisas, Elisabeth visita un típico taller textil de la ciudad y charla con el operario entre el retumbar ensordecedor de las máquinas, tal y como hizo Flora cuando visitaba los centros de trabajo para arengar a los trabajadores en la lucha. Pero su faceta íntima también emerge paralelamente cuando se encuentre por segunda vez con aquel hombre de la primera mañana en Lyon y mantengan un encuentro sexual. En el lenguaje visual desplegado en este trance por von Alemann, el juego elíptico de las puertas al más puro estilo Lubitsch redimensionado, vuelve a recuperar el simbolismo de las varias opciones disponibles que se presentan ante Elisabeth.

Y aún nos queda por presenciar otro encuentro relevante, con el investigador que ha contactado por medio de su marido. Ante las grabaciones que Elisabeth le muestra sobre esos paseos que tal vez dio Flora Tristán por la ciudad, él confiesa su desconocimiento absoluto del personaje, subrayando una vez más la protagonista y la autora el desconocimiento generalizado de las mujeres relevantes de la Historia. Pero es que además el erudito desacredita esa impronta de aprehensión respecto a lo que la pensadora pudo ver, oír, oler, esa tan consciente intención de evitar la comprensión pasiva por parte de la investigadora, en pos de los cánones inamovibles de la Academia que representa.

Hay que destacar también el recurso insistente a la repetición, del grupo de jugadores de cartas o del cocinero del hotel, trabajando día tras día en ese minúsculo habitáculo laboral. En esta faceta, la cámara de von Alemann opta generalmente por planos generales y estáticos, otorgando al film una rítmica particular en la cual resuena una suerte de reminiscencia “akermaniana” del tedio y del hastío en la cotidianidad enajenada de Jeanne Dielman, en esta ocasión para dar cuenta de la soporífera crisis existencial y profesional que atraviesa la protagonista de la película. De hecho, en un pasaje culminante de la ansiedad, que resulta sobrecogedor por su imponente naturalismo, Elisabeth terminará vomitando compulsivamente en la soledad de su cuarto de baño, enferma, invadida por la angustia existencial.

Y para terminar, la resolución de ese viaje también se expresa a través del espectro sonoro. Mientras escucha una pieza de Händel​ en la radio, Elisabeth parece ser capaz de encontrar una posibilidad. Los intervalos de cuartas al aire del violín son la banda sonora que nos acompañó a lo largo de todo el largometraje, y al final se convierten en melodía interpretados por la propia Elisabeth con su violín, mientras se graba tocando la pieza musical. Entonces, en la lejanía, podemos identificar aquel tren inaugural que se marcha. Ella está en la estación, en una sala de espera que la separa de los andenes, y von Alemann no nos va a desvelar cual será la decisión definitiva de su aventurera.

* Obra consultada sobre Flora Tristán:
Flora Tristán: Feminismo y socialismo, antología, Edición de Ana de Miguel y Rosalía Romero. Colección Clásicos del Pensamiento crítico — Editorial La Catarata (2003).

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