Yo sé que a veces me repito, y que casi nunca elaboro demasiado qué sustenta esa repetición o afirmación porque me gusta dejar que sea el lector quien le busque el significado a esas palabras, pero es que de verdad resulta digno de admirar lo francesas que son muchas de las películas francesas que veo últimamente y que, casualmente en las dos últimas ocasiones, además coincida con que la co-protagonista haya sido Cécile De France (la anterior fue La segunda vuelta, de Albert Dupontel). ¡Aquí con campiña francesa incluida!
Martin Provost, director de ‹biopics› como Séraphine (sobre la pintora Séraphine de Senlis) o Violette (sobre la escritora Violette Leduc y su relación con Simone de Beauvoir), regresa al género con Bonnard, el pintor y su musa, manteniéndose fiel a los títulos con nombre o apellidos. En este caso, como ocurría en Violette, el director y guionista repite la fórmula de explorar a los personajes históricos y su arte a través de sus relaciones y viceversa, aunque con una perspectiva que parece querer mostrar como belleza y amor loco lo que para muchos hoy podría ser considerado como tóxico, machista o varias cosas más que atañen al señor Bonnard (alias ‹Connard›, al parecer).
Con estos mimbres, queda lo de siempre cuando el melodrama te lleva al escepticismo del romance: la duda sobre dónde empieza la verdadera historia y dónde acaba la romantización o idealización de la relación. Pero también deja espacio para todos los momentos que destacan en una película de dos horas que avanza a pasos forzados para intentar contar la historia de dos amantes prácticamente en paralelo, a veces con más protagonismo de uno, otras del otro y, en el resto de los minutos, de los dos como uno solo.
Por eso, puede que lo peor que se pueda decir de una película como Bonnard, el pintor y su musa, es que no consiga más que esos breves momentos de esplendor y brillo, la mayoría cuando la película se centra en la perspectiva de la “musa”, Marthe de Méligny (definida por algunos como enigmática, nerviosa, con crisis de ensimismamiento, musa angelical y demoníaca, amante, compañera y esposa), también porque es extraño que una película que intenta destacar tanto sobre el ‹amour fou› no sea capaz de contagiar apenas esa exaltación de dicho amor. Lo mejor que se puede decir, a pesar de toda esa dedicación que en general resulta fallida, es que el final logra cerrar de forma más que digna toda esa locura en términos de convivencia, amor y malquerer que les unió tanto en lo malo como en lo demás.
En cualquier caso, sobre todo gracias a esos momentos, esta película puede ser una buena manera de acercarse al pintor Pierre Bonnard desde otro ángulo menos artístico, aunque al mismo tiempo más exuberante y soleado. Porque Bonnard, el pintor y su musa es un intento de película personal y poética que quiere grabar en la memoria del espectador varias imágenes durante un tiempo y no siempre lo consigue, pero Provost a veces sí es capaz de capturar y retener la luz que, el espectador puede suponer, mantuvo viva una relación llena de bajos y aparentemente altos muy altos. Igual así se entiende que se olvide de los momentos intermedios o más rutinarios con saltos temporales que llevan a una segunda mitad de la película menos idealizada de lo habitual en estos casos.
Una lástima, porque en su intento por llegar a un público más amplio, da la sensación de no ser siempre capaz de aprovechar el amor que existe entre ambos personajes, o de no captar los sentimientos más profundos para centrarse en dibujar un paisaje apresurado del camino recorrido por la pareja. Cuarenta años de relación en dos horas que no cuentan más que lo superficial salvo en casos contados, interesado solo en los conflictos de pareja o los celos y las inseguridades desde una perspectiva lejana cuyo montaje incluso tiene dificultades para plantear las discusiones y peleas de manera que fluyan con tensión y naturalidad.