La presencia de un trauma surgido quince años atrás entronca directamente con las dudas y exploración de una sexualidad coartada por ese mismo hecho, además de con una expresión a menudo violenta que se desliza tanto a modo de mecanismo de defensa ante lo sufrido como frente a un contexto errático, desfavorable. A priori, Silver Haze es uno de esos títulos que poseen los mimbres adecuados para realizar una indagación de lo más sugerente sobre temáticas que nos conectan indefectiblemente con nuestra naturaleza; no obstante, la neerlandesa Sacha Polak parece más interesada en llenar la pantalla de estridencias, ya surjan del brusco universo delineado desde un buen principio, o de todo aquello que reconcome y atormenta a su protagonista, siempre presta a elevar la voz o emplear un tono amenazante si la situación se presta a ello… o no.
La cineasta dibuja de este modo dos personajes inconstantes, volubles, cuyas cicatrices no les permiten avanzar y ante las que retroceder se antoja algo más que una reacción, casi una necesidad desde la que establecer, de nuevo, puntos de vista disidentes, extraviados en un mar de inquietudes que ni siquiera el amor, o aquello que se le podría llegar a acercar, como son los lazos afectivos, puede calmar.
Silver Haze emerge, igual que su propia protagonista, como un film inestable, capaz de encontrar en lo visual una virtud latente, que deja de tanto en tanto estampas de lo más fascinantes, pero al mismo tiempo de ahogar mediante el uso de una banda sonora las veces accesoria algunos de los momentos más intensos y evocadores del relato, transformando así aquello que debería ser un oasis, una suerte de bálsamo frente a esas heridas, en una monotonía que se termina instaurando con tesón en mitad del film.
Todo ello, ante el talento de dos actrices que recogen la rabia y la rebeldía de sus personajes. Tanto Vicky Knight como Esme Creed-Miles condensan a la perfección la ligereza y el carácter de dos muchachas hartas de nadar a contracorriente que capturan asimismo los excesos y la turbulencia de un mundo en el que cualquier pequeña púa parece presta a brotar para hacerte sangrar de nuevo. Y las británicas lo dibujan con nervio y soltura en esos constantes vaivenes que describen unas aristas tan inaccesibles como inevitables.
No es que ante Silver Haze nos encontremos con un film fallido en todas sus vertientes, sino más bien engullido por esa vorágine argumental que propone las veces su autora, y que se encarga de solapar sus virtudes, arrojando siempre peso, como si las vivencias y periplo de esa joven con el cuerpo marcado a fuego no fueran suficiente, como si fueran menester nuevos alicientes que encubren, a fin de cuentas, un relato mucho más humano de lo que se termina deslizando. Podría parecer que Polak apunte a esa porno-miseria tan instaurada en los tiempos que corren —si bien pierde la compostura en algún que otro momento— y no es así: su principal problema es buscar estímulos donde ya los había, en ese conglomerado llamado sociedad, capaz de lo mejor y lo peor, y de azuzar cualquier estado.
La autora de Dirty God propone un mosaico del que se acaba sustrayendo cierta humanidad, más por la empatía que puede llegar a provocar la historia, que por su puesta en escena o ideas adyacentes, pero no logra hacer brotar aquello que se antoja elemental en un relato donde el perdón y la rabia se establecen como vasos articulares, quedando en una extraña tierra de nadie, más extraña por su composición que por aquellos personajes que dibuja buscando encontrar en la rareza un motivo que quizá nunca lo fue.
Larga vida a la nueva carne.