El regreso de Nina, una joven actriz, al seno familiar, con motivo del funeral de su abuela, nos lleva a uno de esos terrenos conocidos pero que, sin embargo, admiten una cierta ambivalencia: y es que retomar lazos afectivos nunca fue fácil, en especial ante el obstáculo que suponen tanto la distancia como el paso del tiempo, haciendo de ese reencuentro algo mucho más complejo de lo que en realidad debería ser.
Tanja Egen, que debutaba tras las cámaras con esta Geranien (también conocida por su título internacional, On Mothers and Daughters), refleja esa distancia incidiendo siempre en el diálogo como forma de mostrar las desavenencias y las diferencias con las que se encontrará la protagonista a su llegada al (no siempre) añorado hogar.
No obstante, y aunque en el film se exponen conflictos soterrados, que van asomando paulatinamente a la superficie, la cineasta bávara opta por no ser explicativa en exceso: todo aquello que sabemos en torno a las relaciones de Nina con sus seres más cercanos —e incluso con su ya fallecida abuela— va brotando en todo momento de esas conversaciones entre los distintos personajes que darán cita en ese pueblo, a expensas de una ceremonia que se irá retrasando por motivos de lo más diversos. No incide, pues, Egen, en las causas que preceden esas disputas, y va dejando que sea cada situación y cada línea de texto la que llene esos espacios vacíos, lejos de explicitar un contexto que en realidad no requiere de grandes aclaraciones.
Y es que nos encontramos ante un entorno donde cualquier pequeño detalle puede devenir una fricción casi sin quererlo. Como esa ocasión en la que la protagonista, de repente, se percata de que apenas quedan efectos materiales que la vinculaban a su abuela, y recibe la noticia con contrariedad, exteriorizando un enojo patente que dará como resultado un nuevo encontronazo.
Es así como, poco a poco, Geranien emerge como un drama que se expone con cierta aspereza, tanto en esas controversias familiares que se irán destapando a medida que se desarrollan los acontecimientos, como en la colisión entre dos mundos de lo más distintos: la pausa y el tesón con que los padres de Nina intentan hacer avanzar los preparativos para que todo salga como está previsto, se contraponen en ese sentido a la falta de espacio y tiempo que parece tener ella ante una profesión exigente, pero también debido a una forma de vida que se aleja de la aparente tranquilidad del lugar.
Al modo en como Egen va otorgando forma al relato, gradualmente, dibujando esas tiranteces mientras percibimos cómo se desenvuelven los distintos vínculos, acompaña una puesta en escena que contraviene la aspereza de determinados puntos, siendo quizá la relación de aspecto aquello que más conecta con sus rasgos, y encontrando en una austeridad patente —en especial, en lo que refiere al uso de la banda sonora, que intervendrá en contados momentos— motivos desde los que restar gravedad a lo acontecido.
De hecho, es en la conclusión por la que se decanta la cineasta alemana, donde aquello a expresar no requiere tanto palabras como gestos, donde Geranien encuentra el colofón adecuado a una densidad argumental que termina por manifestar esas heridas presentes sin necesidad de apelar a un clima que, lejos de ser destemplado, acaba adquiriendo una humanidad de lo más oportuna.
Larga vida a la nueva carne.