Sin gracia
El mar como motor de infinidad de reflexiones, como raíz de tantas obras de arte como uno pueda imaginar, como imán y creador de emociones arrebatadas, como un animal azul que repta por el borde del horizonte hasta que lo devora, de la misma forma que una mirada se arrastra por la superficie traslúcida de un reloj hasta percatarse de que el tiempo, su tiempo, se ha esfumado. Hay en Grito silencioso momentos en los que la forma en que la cámara se acerca al agua salada del mar, a los cuerpos que se mueven dentro de sus entrañas, al modo en que se desliza por los pliegues de unos trajes de neopreno que los personajes utilizan cuando se hunden en su inmensidad, parece indicar que su intención es convertirlo en el núcleo reflexivo de sus imágenes, de asignarle un carácter simbólico o de introducirse de lleno en el interrogante de la fascinación que provoca.
Nada de eso llega a suceder. La ópera prima de Johnny Barrington carece completamente de cualquier tipo de profundidad; sus imágenes se mueven por una ambigua frontera que impide descifrar si su finalidad última es tomarle el pelo al espectador o dibujarle una sonrisa en el rostro; y sus pulsos dramáticos, por llamarlos de algún modo, están guiados por la brújula del absoluto sinsentido. Un hombre falleció en un accidente marítimo y, ahora, su hijo, el protagonista, intenta lidiar con el dolor que le provoca la pérdida, aunque, en verdad, nunca ha llegado a aceptar su muerte y, por eso, sigue intentando convencerse de que puede estar vivo en alguna isla desierta —o Tenerife, que para él parecen ser lo mismo—. Un día, el nuevo sacerdote del pueblo llama a la puerta de su casa en su incansable labor proselitista y le convence para que se pase algún día por la Iglesia, pese a que el chaval no la ha pisado en la vida ni es creyente. A partir de ahí, el joven se convierte en un enfebrecido e integrista religioso, empieza a tener delirios místicos y a sentir una enorme fascinación por todo lo que tenga que ver con el extravagante sacerdote. Al mismo tiempo, su amiga intenta encontrar una brizna de libertad dentro de su rancio y cerrado ambiente familiar, profundamente marcado por un conservadurismo de raíz religiosa tan opresor como oscurantista.
Con estos mimbres, el director levanta una película compuesta por una serie de ‹sketches› inconexos que se niegan a dialogar entre ellos para conformar un todo con sentido completo. Los personajes resultan tan opacos como arbitrarios e injustificados son sus comportamientos, y la lógica interna del relato se pierde entre las grietas de un guion que flota en el vacío de sus reflexiones. Hay en Grito silencioso surfistas que aparecen de la nada para hablar de asuntos cósmicos; conversaciones de besugos sobre Dios; reiteradas discusiones entre un profesor y su alumna que nada aportan al conjunto; escenas lisérgicas que rompen con el tono naturalista del relato; comportamientos aleatorios por parte del protagonista; y diálogos sobreexplicativos en los que abunda la falta de sutileza. Si a eso se le suma la mediocre puesta en escena se obtiene una cinta que no consigue ser comedia de forma voluntaria ni tampoco involuntaria.