El efecto que puede tener un simple vestido es algo que el cine europeo bien conoce: no hay que ir demasiado lejos para encontrar el ejemplo más reciente con aquella In Fabric de Peter Strickland que disponía dicha prenda para trazar un ejercicio espoleado por ese cine de género tan presente en su obra articulando una parábola donde no faltaba una mirada (a su manera) al habitual realismo social de las islas; si viajamos un poco más lejos en el tiempo, no obstante, encontramos que el influjo de dicha prenda ya disponía piezas como la misteriosa e inclasificable comedia negra de Alex Van Warmerdam, El vestido, y que incluso hallaba motivos en etapas anteriores (esta vez, en forma de traje) en la brillante El hombre del traje blanco de Alexander Mackendrick. Cintas que, de un modo u otro, han examinado un componente social casi indivisible que confieren esos pedazos de tela a un estatus que se ciñe sobre reflejos y apariencias.
Dionne Edwards continúa indagando sobre dicho elemento en su debut tras las cámaras, una Pretty Red Dress que orbita, como los films citados con anterioridad, sobre esa pieza capaz de derribar estratos y conferirles una nueva magnitud, pero asimismo reconfigurar otras realidades desde las que entablar un discurso donde los dogmas sociales surgen (de nuevo) marcando a fuego un terreno en el que las apariencias sirven como mecanismo central de una maquinaria frente a la cual sólo queda ocultarse o, en última instancia, excusarse. Ello se reproduce especialmente en la conducta de Travis tras salir de prisión y conectar con ese vestido rojo que comprará a su pareja para realizar una serie de audiciones, y se extiende a la mirada de la pequeña Kenishe, quien además de empezar a explorar una sexualidad que chocará de alguna manera con el carácter de su madre, observa no sin curiosidad una conducta que percibe con cierta extrañeza.
Pretty Red Dress entabla así un diálogo de lo más interesante, sin necesidad de explicitarse, conjugando las formas de un drama que va desvelando poco a poco detalles, y si bien en alguna secuencia carga las tintas por encima de lo esperado, se establece como un mosaico que privilegia el dibujo de sus personajes, encontrando de ese modo matices desde los que configurar el relato. En ese aspecto, las contradicciones y debilidades otorgan una mayor complejidad a esos personajes, huyendo de un artificio que la cineasta podría haber potenciado con facilidad en las postrimerías de esta particular crónica, pero que sin embargo logra eludir, teniendo muy claro que su film no debe tanto vehicular sobre artimañas de guión, más bien fluir en torno a las fricciones y conflictos que se irán generando ante las distintas variables que propone la historia.
Estamos, pues, ante una obra ciertamente extraña, que no se pliega ante los designios del género ni mucho menos, siendo capaz de engarzar momentos en los que trasluce un erotismo inherente a la propia circunstancia, y generando situaciones desde las que explorar ese fetichismo que irá aflorando por parte de su personaje central, cuya razón de ser no es ni mucho menos potenciar conflictos —como el que sostiene con su hermano, o esa contrariedad que manará de la reacción de ella—, sino describir un vaivén en el que confluyen todo tipo de espacios generando un juego de espejos donde la sociedad no deja de ser el reflejo de conductas y pautas que deberían convertirse más bien en una excepción en lugar de pertenecer a la regla.
Larga vida a la nueva carne.