La democracia ha llegado a Bután. Símbolo de cambio, y también (cómo no) de fricciones y disparidad. Pawo Choyning Dorji dirige su mirada a una de las etapas clave recientes en la Historia de Bután, la abdicación por parte del rey y la comparecencia de un proceso democrático que conllevaría más impopularidad que otra cosa. A raíz de ese acontecimiento, el cineasta autor de la galardonada Lunana, un yak en la escuela vertebra la narración en distintos segmentos que en realidad convergen entre sí. De este modo, El monje y el rifle nunca llega a percibirse como una historia coral que quizá no terminaría de funcionar del mismo modo, y si bien en ocasiones se siente que algunos de los instantes de esa crónica podrían estar mejor pulidos, lo cierto es que los encajes de la obra en este sentido funcionan lo suficientemente bien como para poder otorgar valor a otros aspectos que sin duda son los que confieren cierta entidad al film, pese a la distribución de determinadas secuencias que no empastan del todo en el conjunto, por más que puedan dotar de un sentido específico al relato.
Es así como la búsqueda de armas por parte de un monje (a petición de su Lama), la preparación de dichas elecciones en el intento que el proceso no desluzca ante la previsible poca participación, la presencia de un coleccionista de armas en busca de un rifle muy específico y los distintos vaivenes entre los vecinos de la zona, que empiezan a anteponer sus intereses en el viejo nuevo juego de la política, dan pie a la presunta búsqueda de una modernidad —un hecho rubricado ante la decisión de uno de los vecinos de vender una vaca para poder tener una tele a cambio— que en realidad no deja de reflejar esa gama de contrastes que entrañan los supuestos nuevos tiempos. Los pequeños encuentros (y encontronazos) con que el realizador indio tiñe la narración, sirven de este modo para poner en perspectiva dicho proceso, otorgando capas en la incursión de ese personaje extranjero que pone de relieve un materialismo del que todavía parecen estar lejos las gentes del lugar —si bien los detalles en la cantina, con el “agua negra” (o Coca-Cola), y la incursión de ese “héroe” llamado 007 a través del tubo catódico comienzan a augurar otro presente—.
El monje y el rifle es un film que exuda una comunión muy necesaria en los días que corren, y que ante todo privilegia una perspectiva tenue, inocente, que se prolonga en un ejercicio que no arriesga ni formal ni temáticamente; quizá de ello estribe un poco riesgo que dinamita en cierto modo las posibilidades de la cinta, y que además expone un prisma un tanto buenista en torno a sus diversos personajes. Sí, puede que estemos ante una de esas propuestas donde las intenciones terminan pesando más que el conjunto, en especial frente un tono naíf que antepone y recoge con certeza la mirada de un país en plena transformación, pero pierde con esa decisión las dobleces y ambivalencias que se podrían presentar en un contexto como el descrito, derivando ello en una cierta planicie que nos lleva a seguir la obra con interés, pero revoca al mismo tiempo una complejidad que habría hecho de El monje y el rifle un ejercicio un tanto más sugestivo. No es, pues, que estemos ni mucho menos ante un mal film, sino más bien que su tesis se termina tornando un tanto vaga, pues pese a recoger la esencia de una sociedad, nunca compone un relato lo suficientemente atrayente como para poder llegar un poco más lejos de lo que lo acaba haciendo.
Larga vida a la nueva carne.