La dialéctica que propone el cine que toma como base articular la venganza acostumbra a disponer un grado de complejidad extra, no tanto por el hecho de abordar un subgénero comúnmente maltratado por una baja estima que deviene en producciones más guerrilleras y carentes de calidad, impulsadas en ocasiones por el morbo que suscita la temática en sí, como por la dimensión moral de este tipo de productos, a menudo tratados con desdén e incluso las veces sustentados en torno a la controversia que pueden llegar a promover. Paul Andrew Williams desestima algunos de dichos motivos en su primer largometraje tras casi diez años alejado de su trayectoria cinematográfica —habiéndose sumergido por completo en el terreno de las series y las miniseries—, y lo hace con una certeza que en especial provee un aparato narrativo compuesto a través de secuencias de lo más turbadoras que crean a la postre una atmósfera que bordea lo pesadillesco y constituye el peso de una trama cuya deriva obtendrá cohesión mediante su esclarecedor pero, ante todo, consecuente giro final. En este aspecto, se le podría reprochar al cineasta británico que construya su film sobre un ardid que se irá manifestando paulatinamente ya antes de su conclusión, pero lo cierto es que el autor de The Cottage no oculta en ningún momento la extrañeza que manará del relato en cuestión —es más, la sugiere en diálogos que irán componiendo un cuadro donde los visos de realidad llegan hasta donde cada cual crea conveniente—, confiriendo así una pátina de irrealidad resaltada ante todo por la presencia de un personaje cuya vuelta nadie termina de saber aceptar, y que será la que sirva como eje a esa composición abstraída en su propia enajenación.
En medio de esa vorágine, emerge la figura de Bull, protagonista que da título al film encarnado por un Neil Maskell —al que algunos recordarán por sus colaboraciones con Ben Wheatley, en especial en la notable Kill List— capaz de captar una esencia que nos lleva de sus inquietantes primeros pasos a una locura que raya la enajenación y que precisamente vierte en la configuración del universo erguido por Paul Andrew Williams los efluvios necesarios desde los que ir dando forma al infierno terrenal en que nos moveremos durante el resto de metraje.
Así, Bull contrasta esa suerte de horror que emerge de la complexión de los distintos lugares donde irá aconteciendo la acción —destacando en ese sentido la manera en cómo el cineasta vuelve a espacios clave para la historia— con una tendencia al thriller más abrasivo, en el que no faltan (como no podría ser de otro modo) secuencias más subidas de tono, pero donde ante todo encaja a la perfección el ansia de revancha de un personaje que no se detendrá ante nada ni nadie, y que no arroja la mínima advertencia posible antes de actuar: nada como sugestionar a quien está frente a ti con una buena dosis de esa adrenalina que produce la amenaza más cercana.
Esa mediación entre presente y pasado que Paul Andrew Williams sostiene como eje articular del relato, se desplaza también a una narración que no se resiente a través de la incorporación de los diversos ‹flashbacks› que irán conectando sus distintos puntos. Bull encuentra en ese ir y venir de secuencias el modo adecuado de armar un ‹crescendo› donde el brutalismo de su protagonista estará cada vez más presente, y es que al fin y al cabo el film comprende dicha progresión como un modo de aprehender ese universo, a cada paso más sucio, que complementará con un último giro —no sin antes cerrar con otro notable ‹flashback› que condensa el origen de su violenta naturaleza, el amor—, haciendo de Bull una de esas piezas inmersivas que no sólo no da tregua, sino además posee la capacidad de delinear con facilidad uno de esos páramos tan feroces como desoladores.
Larga vida a la nueva carne.