Leyendo hace unos años el libro Cuántos de los tuyos han muerto, del escritor mexicano Eduardo Ruiz Sosa, recuerdo quedarme —casi sin querer, por cómo escribe el autor y por mi situación personal por aquel entonces— con varias reflexiones que han ido apareciendo por mi mente cada cierto tiempo, siendo la más recurrente aquella de que la ausencia ajena es, en buena medida, nuestra propia ausencia, pues al morir los otros va desapareciendo también lo que fuimos con ellos. Porque, como decía el poeta Jordi Villaronga (casi que contradiciendo a Borges), «la muerte no es la muerte, es un muerto».
Como si partiera de esta reflexión, la directora y guionista argentina Ingrid Pokropek lleva casi a la literalidad la idea de que la muerte —un muerto— «habita en el recuerdo de algo vivo», solo que, en lugar de «como un ojo en el salitre de la puerta», como una prótesis metálica en el antebrazo consecuencia de un accidente. Es en este miembro donde Ana, la protagonista adolescente de Los tonos mayores, empieza a sentir una especie de latido o pulso singular que consigue interpretar como señales en código morse con mensajes que parecen proceder del más allá, dada la variedad de frecuencias y las repeticiones en el día a día. Primero interpretadas como música, la joven y sus amigos tratan de descifrar el enigmático código que sale de su cuerpo mientras otras experiencias propias de la edad empiezan a surgir en paralelo.
Aunque convive con cierta melancolía por una presencia que no está y que afecta tanto a la niña como a su padre, lo cierto es que Los tonos mayores vive mucho más de la ilusión y de un tipo de sentimiento propio de la adolescencia con el que es muy fácil sentirse identificado a pesar de la edad. No solo porque funcione a la perfección como película familiar —algo lenta—, también porque toca temas de cierta profundidad con un toque ligero que no menosprecia ni a su potencial público joven ni a los espectadores más adultos, presentando a todos sus personajes con mucho cariño, personalidad y comprensión en varias capas que están recubiertas de actuaciones creíbles y decisiones vitales verosímiles.
Creo que es un poco pronto para decidir qué peso o poso ocupará el primer largometraje de Ingrid Pokropek en mis pensamientos recurrentes. La también productora —forma parte del colectivo El Pampero Cine— parece hacer un guiño a La flor de Mariano Llinás hacia el final de la película, aunque sin dedicar tanto tiempo a los pétalos, el pistilo o el tallo, con una música animada por Gabriel Chwojnik que también recuerda a Trenque Lauquen (todo queda entre amigos), pero aquí Pokropek parece tener unas ambiciones más contenidas y modestas y opta por contar una historia profunda como algo casi anecdótico, lleno de momentos casuales y eventos que van más allá de la trama principal y la enriquecen. Con un tono más cercano a la empatía y la ternura de lo que podría presuponerse siendo una película protagonizada por adolescentes algo tristes, pero no infelices (hay hasta quien está contento y se lo pasa bien), sorprende que un final abierto sea a la vez tan satisfactorio como acaba siendo este.
Los tonos mayores tiene magia (todo el concepto que deforma la experiencia visual mientras avanzan los descubrimientos), un mundo real con alicientes que no llegan a ser ciencia ficción ni fantasía, casi más bien sueños (llenos de pistas y señales aleatorias), y la suficiente ambigüedad y creatividad como para mantener el interés en prácticamente cada momento. Y esto es lo sorprendente: a pesar de ser, en términos puramente cinematográficos o visuales, más bien funcional, toda la vivencia de Ana (en menor medida la de su padre) sintoniza con el espectador mucho más allá de la pérdida o de la muerte de su madre.