Enamorado tanto del erotismo como del terror, Jesús Franco diseminó sus ideas a lo largo y ancho de Europa durante esa época en la que la censura se cebaba con los creativos españoles. Lejos de cortar sus alas (aunque el metraje de la película que nos ocupa si conoció las tijeras para poder ser emitida en el país), el director forjaba con cada película la leyenda en la que se convirtió. Una de sus películas más celebradas en el momento de su estreno (siempre en los círculos alternativos) fue una de sus muchas interpretaciones del Drácula de Bram Stoker. Con La vampiras (Vampyros Lesbos, 1971) consideró que era una oportunidad única para transformar el vampirismo en lesbianismo y psicodelia siguiendo las pautas básicas de una de las historias del escritor irlandés.
Las vampiras, comienza con una elaborada performance erótica en la que desata toda su imaginería con una de sus musas, Soledad Miranda, con la que pudo realizar unas pocas películas más antes de su malogrado destino. Unos ojos azules no pierden detalle del espectáculo, forma de presentar a su otro objeto de deseo, Ewa Strömberg, protagonista de una historia de deseos prohibidos y descubrimiento que viene aderezada con una estilizada selección musical que vaga entre lo psicodélico y el jazz, para equilibrar el avance de los acontecimientos. La película pertenece a uno de los más prolíficos años creativos de Jesús Franco junto a estas dos actrices, donde vampiros y mad doctors vieron eclipsado su protagonismo por voluptuosos desnudos, con títulos como She Killed in Ecstasy o El diablo que vino de Akasawa. Aunque pueda parecer que lo erótico centre el interés de Las vampiras, lo cierto es que la película está plagada de grandes ideas narrativas, explorando las analogías de los sueños (esas recurrentes imágenes del escorpión, la mariposa y la cometa), el misterio más cercano al thriller, el sadismo y el terror gótico, desde un punto de vista modernizado (teniendo en cuenta la época).
El mismísimo conde Drácula es nombrado de pasada como excusa para entender la presencia de Nadine (Miranda) en tierras turcas, donde se introduce en la mente de Linda (Strömberg) para atraerla como futura concubina. De un modo sutil nos lleva al universo del vampirismo, mientras el sexo sigue por un camino mucho más remarcado. Las dos mujeres se dejan llevar dando una intención mucho más carnal a la succión de la sangre, mientras la historia avanza paralelamente a lo que todos recordamos de las historias de Drácula. No conforme con ello, introduce nuevos elementos como el extraño hombre del hotel —un repelente Memmet interpretado por el mismo director que con sus líneas de guion daba para una película aparte— y un doctor obsesionado con lo sobrenatural que hermana la historia con aquellos que siempre desean adueñarse de la oscuridad sin ser invitados, interpretado por Paul Müller, otro de los nombres imprescindibles en esta etapa de Franco.
La película sabe integrar el terror y el misterio entre prolongadas escenas de desnudos integrales sin necesidad de ir al grano ni caer en lo burdo. A su modo sabe elegir las imágenes para obtener un legado elegante y carismático, donde a las vampiras no les afectan los baños de sol y pueden bailar sin pudor frente a los espejos. También sabe reflejar algunas de las escenas clásicas del cine de vampiros, empleándose con los juegos de sombras que homenajean algunas reconocibles escenas del género. En definitiva, nunca está de más disfrutar de una película en la que dos mujeres —bajo el punto de vista masculino, obviamente— se entregan a los placeres de la vida, la muerte, la obsesión y el sexo con la clara excusa de la eternidad, a ritmo de una música homenajeada a posteriori que invita a sumergirse en tal guateque sideral, muy a favor del postureo y que tilda a los hombres de rancios y déspotas, cargándose la idea de la bacanal infinita. Vampiras como estas son dignas de celebración.