Cuento de invierno
Fuera de temporada es una película construida desde la brecha misma de una paradoja enorme que, como si de una muñeca rusa se tratase, alberga en su interior otras paradojas cuya superposición configura los mecanismos del relato. Su director, Stéphane Brizé, no busca hacer una subversión de conceptos que consista en darle una vuelta radical a los elementos con los que se suelen asociar temas como el amor o la pasión, sino, partiendo de una simbología sencilla, romper la superficie de la narración para introducir en ella elementos disonantes a través de los cuales la cinta pierda, en parte, su carácter realista para convertirse en una fábula sin moraleja ni moralina, en un cuento de invierno de exterior nevado e interior en llamas.
Un hotel de paredes blancas, líneas asfixiantes, mobiliario despersonalizado y atmósfera de cristales rotos cuyas puntas rompen el silencio y lo convierten en una masa cortante que esteriliza la posibilidad de relajarse es, al mismo tiempo, el espacio en el que se desarrolla la primera parte de la cinta y la tierra baldía en la que, sorpresivamente, germinará una historia de pasión que desbordará a los personajes implicados, pero, paradójicamente, no las imágenes. Guillaume Canet interpreta a un actor en plena crisis que, tras abandonar el que iba a ser su debut en el teatro por miedo escénico, se marcha a un hotel costero en temporada baja para descansar, replantearse su carrera y decidir su próximo proyecto. Su día a día transcurre entre el restaurante despoblado, una recepción cargada de mutismo, un spa en el que no consigue olvidar sus problemas, y su habitación, baúl aséptico en el que el nudo de su angustia se retuerce hasta producirle severos ataques de ansiedad.
El primer tercio de Fuera de temporada transcurre entre unas secuencias monocordes en las que el distanciamiento que Brizé impone a través de una puesta en escena equilibrada sobre unos planos generales y fijos de largo aliento que, mantenidos en tiempo, consiguen transmitir tanto la inestabilidad que siente el protagonista como el estatismo de un espacio cuya obsesión por ofrecer a través de un minimalismo extremo un relax total se ve saboteado por sus propios esfuerzos. La frialdad emocional del relato sufrirá un decrecimiento cuando el personaje de Canet, por pura casualidad, se encuentre con una antigua ex-novia, interpretada por Alba Rohrwacher, con quien, pese a los buenos momentos que pasaron juntos en su juventud, no terminó bien. De nuevo, una paradoja descose el relato para llevarlo por un camino inesperado, puesto que, si el protagonista tenía en mente cerrar sus heridas más recientes, lo que termina haciendo es observar cómo las que creía ya cerradas vuelven a abrirse y a supurar una culpa que no termina de asumir.
Así, a medida que avance el metraje y los personajes vayan trenzando conversaciones sobre las sonrisas del pasado, los dolores pintados por el mutismo, los traumas enterrados bajo la alfombra de la memoria que presionan el presente hasta hacerlo sangrar, los fulgores de un amor improbable irán iluminando tenuemente su mirada. Sin embargo, la pasión que irá poseyendo a los protagonistas no se verá reflejada en unas imágenes de estética invariable: el distanciamiento escénico encierra el torrente emocional que arrebata a la pareja, impidiendo que traspasen los límites de la pantalla, creando una suerte de oxímoron con el que se cierra este cuento sobre la capacidad del amor para surgir en un tiempo y un espacio en apariencia hostiles.