Para su debut en el largometraje, la directora australiana de origen iraní Noora Niasari se inspira en sus propias experiencias de infancia, que llevaron a su madre y a ella a huir de la violencia y el abuso y a residir durante un tiempo en un refugio para mujeres de la ciudad de Melbourne. La protagonista es Shayda, ‹alter ego› de su madre, quien se encuentra al inicio de la película viviendo ya en el refugio y trata de enfrentarse a la presión de Hossein, su abusador y todavía, legalmente, su marido; su hija, Mona, la representación de la propia Noora, se encuentra asimismo en una situación complicada cuando Hossein decide utilizarla como arma arrojadiza para manipular a Shayda y evitar que su denuncia progrese.
El nivel de especificidad de lo que se narra en Shayda, más allá de las licencias tomadas con los nombres, es lo suficientemente alto como para no aventurar conclusiones precipitadas acerca de qué elementos están inspirados y cuáles directamente tomados de la realidad; en cualquier caso, viéndola resulta obvio que se trata de una historia muy personal y que refleja en pantalla cómo fue, a nivel emocional, un proceso que marcó a madre y a hija. La idea de iniciar la trama ya en el refugio, en ese espacio relativamente seguro, resulta arriesgado a nivel conceptual porque en este punto se puede llegar a abrir una brecha en la conexión con el espectador; ya que el evento traumático, el que persigue a Shayda, ya ha sucedido. Este riesgo, sin embargo, tiene dos efectos que a la larga son bastante positivos. En primer lugar, refuerza la perspectiva de Mona como niña pequeña que desconoce los detalles horribles de lo que le pasó a su madre, pero a quien igualmente la situación, los miedos que expresa su madre y el ambiente enrarecido le marcan; por otro lado, permite poner énfasis en la situación de confusión y desamparo de la protagonista, en un país distinto, sin los mecanismos para probar su condición de víctima ante la justicia y teniendo que lidiar con el hecho de que, incluso para sus allegados, la pesadilla de su maltrato es un cuento difuso.
Y es que la película resulta cuanto menos desasosegante, porque reproduce muy bien esa atmósfera opresiva de estar constantemente revictimizada por la situación de enorme vulnerabilidad social, económica y emocional; todo mientras su todavía marido pasa con descaro del intento de negociación burda a la manipulación de Mona, la coacción y la amenaza física, sabiéndose impune. Los encuentros de Shayda con Hossein, cada vez que deben verse por el régimen de custodia de Mona, son progresivamente más tensos y la sensación de peligro se hace más y más patente. A esto le sumamos que las conexiones de Shayda con su país natal están muy dañadas por el escaso apoyo que recibe de su familia frente a los actos y amenazas de su marido, colocándola en una situación en la que siente que no tiene un entorno cercano de confianza, más allá de la ayuda de otras mujeres en el refugio que hablan otro idioma, tienen otras costumbres y otras experiencias y dramas propios. La cinta pone en valor el apoyo constante de esas otras mujeres, pero ello no hace más fácil ni llevadera una situación en la que se encuentra lejos de sus raíces y su cultura, generando un choque que supone otra presión añadida.
Uno de los méritos más reseñables de Shayda es, al fin y al cabo, su paciencia para desgranar la desesperación de su protagonista y esa tensión creciente que le provoca su situación. Para ello, la decisión de partir, no del trauma en sí, sino de la dificultad para lidiar con sus consecuencias, permite explorar estos entresijos con calma y sin urgencia, sin despojarlos de la gravedad que los caracteriza. Hossein es una amenaza para la integridad física de Shayda que va a explotar de nuevo en algún momento, pero desde que se presenta hay una sensación de alerta preestablecida y una progresión gradual en la inquietud que inspira; la situación de expatriadas de Shayda y Mona parece en principio amortiguada por haber encontrado a algunas personas que les ofrecen una red de apoyo emocional, pero la debilidad estructural de sus raíces, exacerbada por el trauma, genera una desazón de fondo que ni siquiera las distracciones o la celebración de un evento cultural importante pueden mitigar. Estos elementos se dan su tiempo para desarrollarse, porque la película entiende bien y quiere transmitir que la sensación de inseguridad, para una víctima constantemente violentada como la protagonista, supone una mella constante a su calidad de vida y no le deja lidiar con su trauma. Hay momentos de relax, despreocupación o incluso de felicidad, pero no hay una continuidad que le permita dar inicio al proceso de sanación y afrontamiento de lo ocurrido.
Shayda tiene la energía de una obra profundamente personal, que quiere contar algo que ya de por sí es muy complicado de poner en pantalla desde una perspectiva ajena, y que, desde la propia, no tiene miedo de tomar ciertas decisiones arriesgadas para reflejar con mayor exactitud una parte muy compleja del proceso traumático de su protagonista. Se podrían considerar ciertas limitaciones en su condición de debut, como un ritmo algo irregular o algún elemento narrativo que no se siente lo suficientemente explorado; pero, en todo caso, más por dicha condición, tiene un mérito enorme lo que logra como canal expresivo de su historia personal y familiar.