Richard Linklater… a examen (IV)

Es evidente que un director como Richard Linklater escapa de cualquier etiqueta que se le pueda poner. Su propia historia cinematográfica atestigua la contradicción, el alambre, y la capacidad de huir de los adjetivos y buscar constantes puntos de fuga clasificatorios (y ya de paso descolocar constantemente a la crítica). Y es que Linklater tiene personalidad, sello e impronta, pero difícilmente puede entrar en la categoría de autor en tanto que no expresa una voluntad de marcar constantemente un estilema. Quizás sea este precisamente su ‹leitmotiv›: el no hacer nunca nada igual que no sea lo que le realmente le apetece hacer como cineasta.

Bernie es otra muestra más de lo dicho. Un film que escapa a cualquier clasificación genérica (comedia negra, drama, falso documental…) moviéndose en el filo de muchos tonos y lanzando subtextos aquí y allá para acabar componiendo un conjunto en el que las líneas entre la parodia, la seriedad y lo meramente descriptivo acaban haciéndose borrosas pero que, sin embargo, crean un conjunto tan encantador como realmente profundo.

Estamos ante un film que bien podría describirse como un ‹true crime› antes del ‹true crime›. Lo curioso es que llega mucho antes de toda la avalancha de estos productos y ya consigue captar todos sus tropos hasta el punto de que si descartáramos el año de producción bien podría pasar por una parodia. Y no, no nos engañemos, por mucho que el tono pueda parecer amable, ligero y cariñoso hacia sus personajes, hay una profunda diatriba sobre valores, vidas y actitudes en pequeñas comunidades cerradas y aferradas a un ‹modus vivendi› donde los actos se valoran casi más por sensaciones, filias y fobias hacia quién los comete que por los actos en sí.

Con ello Linklater pone el foco en los claroscuros de una comunidad de forma cercana, honesta y simpática aunque no exenta de una fina ironía empleada en el punto justo para que se pueda leer entre líneas y no se caiga en una idealización maniquea ni en una bomba de sarcasmo destructivo que desvirtuaría todo lo propuesto. Un juego, como decíamos, transgenérico mucho más complejo en el ensamble de sus capas de lo que su apariencia de documental televisivo parece indicar.

Todo ello se sustenta además a través de unas interpretaciones donde se hace notar la composición, la idea conceptual de los personajes, pero también la libertad evidente que se les ha dado para crearlos. Esto, quizás, es la guinda definitiva: a pesar de saber que son actores dramatizando una ficción, uno consigue la experiencia inmersiva del docudrama de hechos reales asumiendo que son personas reales, no una interpretación dramatizada de los mismos.

Con todo ello Linklater concibe una obra que va mucho más allá de una simple pieza independiente en forma de divertimento. Y lo mejor, es que probablemente este devenga un producto cuya intención no era más que esa, no buscar una pretensión que no fuera la idea de contar una historia apetecible con la forma que el director ha querido contarla dando como resultado algo único, quizás no grandioso, pero sí ciertamente admirable.

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