La fábula animada —de la mano de Paul Williams, animador que ha estado tras obras como La tortuga roja y Las vidas de Marona— acerca de una tortuga que quedará petrificada a orillas del mar sirve como vínculo desde el que enlazar el relato de Zahara, una refugiada que intenta encontrar lugar para su nieta tras la muerte de su hermana, a una veta copada por el misticismo y el folclore que rigen la isla en la que tiene lugar la acción. Woo Ming Jin, cuya obra ha ido virando en torno a un cine de género que sus primeros largometrajes ni siquiera contemplaban —a lo sumo se podían inferir tímidos conatos de fantástico en torno al retrato tan singular que siempre ha realizado acerca de su país—, y que en los últimos tiempos incluso han encontrado en la serie B de zombis —con propuestas más cercanas al desparrame que otra cosa tales como KL Zombi— un asidero, siempre siendo complementado con una visión más autoral como la de su The Second Life of Thieves, en la que realizaba un ejercicio cuya mezcla transitaba entre la intriga y el romance, entabla con su último trabajo, esta Stone Turtle que nos ocupa, un diálogo definitivo que destaca ante todo por la insólita mixtura realizada por el cineasta malayo: y es que si bien se pueden encontrar referentes de lo más variopintos en ella —destaca especialmente la sombra de una obra de culto como El hombre de mimbre, con citas veladas (y no tanto)—, lo cierto es que cualquiera atisbaría un complejo desafío en el hecho de intentar condensar tanto fugas como referencias que el asiático arroja sobre su nuevo film y no salir escaldado. Pero, en realidad, Stone Turtle se configura como una obra con la suficiente entidad como para no entrar en el terreno del ‹déjà vu› y disponer las piezas sobre el tablero con la habilidad necesaria como para que no estemos ante un simple corta-pega de temáticas y lugares mil veces transitados. En ese aspecto, Ming Jin posee la conveniente destreza como para llevar una cinta esquiva, casi resbaladiza, a su propio terreno, ese en el que los parajes, aunque pueda no parecerlo, devienen un personaje más y dotan de un valor añadido al relato. Algo que además el malayo barniza con esa narrativa tan intermitente y tan característica de su cine, cuyo trazo le otorga una personalidad de lo más particular.
No ocultan dichas cualidades las carencias de un relato que por momentos se torna caprichoso, insertando determinados ‹flashbacks› de modo un tanto arbitrario y haciendo que el conjunto no posea la misma determinación que sí posee, por ejemplo, en la consecución de un tono que confiere entidad a la obra: y es que siendo imposible eludir la raigambre genérica con que Ming Jin perfila Stone Turtle, cabe destacar una propensión por lo dramático que despliega especialmente en torno a ese lirismo que el malayo logra condensar, sin por ello renunciar a un carácter mucho más cruento que sí proveen esas fugas donde la venganza, tan próxima a los códigos que ha ido desarrollando el cine asiático en los últimos años, se persona en el relato.
En ese sentido, Stone Turtle posee la extraña capacidad de hacer que su modulación se vaya diluyendo a la par que cristaliza en una mirada distintiva, haciendo que esa propensión cada vez más arraigada en el cine de género de mutar, de devenir un objeto casi líquido, aporte los matices necesarios a una pieza que quizá no aprovecha del todo sus propiedades —se echan en falta la creación de atmósferas que concentren con mayor temperamento su esencia—, pero que cabe resaltar como una ‹rara avis› que además sabe ir un paso más allá en sus pretensiones, implementando una mística que se traslada a su certero final, desplegando las virtudes de una construcción que, no por barroca, deja de tener su razón de ser.
Larga vida a la nueva carne.