La exploración de Mohammad Rasoulof sobre las derivas autoritarias, misóginas y teócratas del gobierno iraní, así como su creciente paranoia y anhelo ocultista, resulta igualmente asombrosa en el terreno de la realidad como de la ficción. El estreno mundial en Cannes de The Seed of the Sacred Fig (título sin traducción al español por el momento que significaría La semilla de la higuera sagrada), vino marcado por la clandestinidad: Rasoulof, fugado de Irán pocas semanas antes para evitar una condena de 8 años de cárcel y latigazos, se presentó en La Croisette con la parte de su equipo que pudo huir del país (dos de sus protagonistas, presentes a través de fotografías que Rasoulof no cesó de mostrar, no corrieron la misma suerte). ¿Su pecado? Propaganda contra el régimen, entre la que se incluye la película en competición “cannoise” (ganadora finalmente del Premio Especial del Jurado), que fue filmada furtivamente. No es de extrañar, pues, que como ha ocurrido en períodos de afilada censura (recordemos el código Hays, la censura franquista, soviética, chilena, británica y un gran etcétera), los artistas recurran al símbolo y a la metáfora para vehicular sus inquietudes.
En manos de Rasoulof la alegoría toma forma de escalada paranoide en el seno de una familia iraní, y las flechas del cineasta tienen una diana manifiesta: la imposibilidad de un pensamiento disidente frente a una sociedad anegada por la teocracia y la desinformación. La carga simbólica del film aparece ya en sus primeros compases: un texto nos explica cuán agresiva es la higuera sagrada, una planta invasora y parasitaria que crece sobre otros vegetales y los asfixia hasta usurpar por completo su espacio. A partir de ahí, una primera mitad de film que desgrana, desde las dinámicas internas familiares y el melodrama moral, aspectos sociales que incumben a toda la nación, desde la libertad de expresión hasta la libertad de manifestación (señalada por el cineasta por medio de metraje real de los abusos policiales filmados furtivamente por la gente y denunciados a través de las redes sociales).
La trama sigue los pasos de Iman, funcionario del estado y padre de familia que ve cómo la promoción interna en su carrera hacia juez de instrucción desencadena en un conjunto de alteraciones de la paz familiar. Acuciado por las numerosas condenas que debe validar a diario (cuyo castigo incluye la pena de muerte) y atormentado por la insubordinación creciente de sus dos hijas, Iman inicia un fatal descenso paranoide cuando descubre la desaparición de su pistola funcionarial. Lo que durante la primera mitad de película se erigía tonal y formalmente como un potente drama “farhadiano”, termina convirtiéndose en un thriller doméstico metafórico algo más torpón y efectista, pero no por ello filmado con menos nervio y corazón. Porque de lo que se trata es de alzar la voz por aquellos que han sido silenciados, por aquellos que se autocensuran por el miedo, por aquellas que se niegan a usar velo y a mostrar su sumisión de género. Con todas sus imperfecciones, la valentía y el talento de Rasoulof han firmado un alegato inmisericorde contra el declive de la República Islámica de Irán, cuyas inclinaciones despóticas y basadas en la represalia impiden la floración de una sociedad que clama por sus derechos como humanos.