Jacques Audiard no solo ha ido edificando una de las filmografías más sólidas y regulares de este siglo, sino que, en un gesto puramente “hawksiano”, parece empeñado en abordar (además de forma notable) una holgada variedad de géneros, desde el thriller en Lee mis labios (Sur mes lèvres, 2001) y De latir mi corazón se ha parado (De battre mon coeur s’est arrêté, 2005) hasta el drama romántico de París, Distrito 13 (Les Olympiades, 2021), pasando por el drama carcelario (Un profeta, 2009), el drama social (Dheepan, 2015), el melodrama (De óxido y hueso, 2012) o el western (Los hermanos Sisters, 2018). Enumerar esta panoplia de estilos parecerá gratuito, pero conocer la obra de Audiard ayuda a comprender (y disfrutar) su falta de complejos y de titubeos para emprender un proyecto casi suicida como Emilia Pérez.
Porque Emilia Pérez bien pudiera ser un compendio del resto de su filmografía… sumándole en esta ocasión las singularidades del cine musical. La mezcla parece improbable de puro disparatada: un thriller musical ambientado en México que, a través de la transición de género del capo de uno de los cárteles más poderosos del país (Manitas del Monte), examina tesis espinosas como la corrupción, los desaparecidos y asesinados por el narcotráfico o la identidad trans con las mismas dosis de brutalidad que de ternura. En manos de casi cualquier cineasta, esta macedonia temática y estilística habría naufragado bajo las ingratas aguas del ridículo, pero Audiard sabe que el cine es un acto de fe y que las fronteras entre lo bochornoso y lo sublime son prácticamente imperceptibles. En el exceso nace lo memorable, piensa el francés, y tras esta idea se atrinchera durante toda la película.
«Se compran colchones, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas… o algo de fierro viejo que vendan». Las primeras voces musicadas que escuchamos en Emilia Pérez dan buena cuenta de los ambientes por los que transitarán sus personajes: geografías humildes, empobrecidas, entornos peligrosos, vidas agotadoras. Por aquí se mueve Rita (una fantástica Zoe Saldana), una ambiciosa abogada que vive defendiendo a rateros, crápulas y asesinos, hasta que se le presenta una jugosa oferta laboral: liderar la logística para hacer posible un cambio de género. No para cualquiera: para Manitas del Monte, capo de uno de los cárteles más perseguidos y peligrosos de México. Manitas es una persona horrenda y triste aprisionada en un cuerpo que no reconoce (¿metáfora de un país anegado por la sangre que necesita renacer de sus cenizas?), que ve en su transición de género la única huida de una existencia miserable. Deja a su país y a su familia atrás (dos hijos y una mujer, una Selena Gomez anodina y con un forzadísimo español) en busca de la redención.
El viaje liberador que propone Audiard para Emilia (una Karla Sofía Gascón que es todo autenticidad y naturalismo) es puro músculo visual, una epopeya estética amparada bajo innumerables recursos técnicos y de montaje que hacen del exceso su mejor virtud (y para sus detractores seguramente su peor defecto). Porque a Emilia y a su causa (no solo trans, también en defensa de la mujer y de las víctimas del narcotráfico) hay que creerlas, como a esa adivinación o negación poética de la realidad que tan bien encajó siempre con la historia mexicana y que tan bien trabajó Elena Garro. Audiard y Emilia se muestran felices en este festival de coreografías y artificios, de ternura y violencia, de vida y muerte… y de una creencia profunda en el ser humano. Tanto, que están dispuestos a los mayores sacrificios para redimir sus culpas. ¿El resultado? Insólitamente equilibrado, estridente y de una emotividad a prueba de balas.