La amenaza invisible es quizá uno de los motivos más recurrentes en el cine de terror, si bien no siempre es capaz de atisbar unas posibilidades desde las que captar la esencia misma del género y dotar de un calado muy distinto a cualquier film. Esa amenaza invisible, no obstante, suele dirimirse entre lugares comunes inherentes al género donde destacan, como no podría ser de otro modo, elementos como la oscuridad. Patrick no solo se acoge a un peligro imperceptible, que no se puede advertir por más que su motor sea un personaje visible a ojos de todos, además muta los escenarios habituales de un terror que en el film de Richard Franklin surge desde un espacio en el que predomina una luminosidad persistente incluso cuando la noche se cierne sobre ese hospital en el que yace Patrick. No es que, con ello, el cineasta australiano renuncie a los mencionados lugares comunes, que se dan cita en alguno de los pasajes claves del film, pero sí ahonda por otro lado en las constantes de un horror preñado por la extrañeza que provee no únicamente su premisa, sino también de la forma en cómo es invocado, en situaciones que se antojan del todo cotidianas aunque el enfoque de Franklin nunca se desplace del cine de género que fue germinando a lo largo de los 70; Patrick recurre a las fórmulas clásicas, potenciando tanto un montaje clave como el uso de una banda sonora que se antoja esencial en el momento de suscitar tensión.
No obstante, Patrick va más allá de la forma de suscitar un terror que se va extendiendo de forma paulatina, y encuentra en la figura de la protagonista, Kathy, cuya personalidad se aleja del hecho de ser una mera enfermera, cuestionándose todo lo que percibe en su entorno e intentando refutar aquello que bajo su perspectiva contraviene los principios de su profesión, un estímulo que, sin llegar a desviarse del puro ejercicio de género, cuanto menos se antoja bien construida y con unas motivaciones acorde al camino que tomará. Además, en ese término, propone una curiosa correspondencia entre Patrick y el doctor que lo usa como vínculo entre la vida y la muerte, como “conejillo de indias”, tal y como apostilla Kathy, donde ese jugar a ser Dios va más allá de lo humano y, hasta cierto punto, misericordioso, cualidad que la protagonista sí mostrará por Patrick desde el primer instante; es así como se establece un vínculo desde el que delimitar las acciones de un personaje cuyos poderes telequinéticos intercederán en el periplo de Kathy, proponiendo un perverso juego del que quizá su conclusión se dispone como la baza definitiva de un film sin miedo a por ello obtener, en algún que otro momento, un trazo tan desigual como extraño, que se alza en última instancia como una de sus raras (a la par que desconcertantes) cualidades.
Escrita por Everett De Roche, que de hecho acompañaría a Franklin en su periplo fuera de Estados Unidos, y que fue una de las voces indispensables del llamado ‹ozploitation› —siendo obra suya libretos de títulos tan destacados como Largo fin de semana o Razorback: Los colmillos del infierno—, cabe destacar cómo el guionista resignifica todos esos parajes que habían constituido su carrera para adentrarse en un terreno al que sabe sacar suficiente partido, y donde más allá de dibujar secuencias muy propias del cine que durante aquellos años dio alas al país oceánico, dota de una idiosincrasia propia a Patrick. Lo que bien pudiera devenir una simple idea, deriva con su trazo en la escritura y el pragmatismo en la dirección de Richard Franklin —si bien ya empezaba a implementar ciertas notas de humor e incluso una ironía que se deja entrever en alguna ocasión, pero que tomaría mayor relieve en la fabulosa Roadgames— en una sugestiva primera incursión en el cine de terror del realizador ‹aussie› no tanto por la forma de sacar partido a su planteamiento, sino por las variables que otorgan a Patrick una condición que va más allá del mero ‹exploit›, estableciendo en su atrevimiento e incluso gamberrismo —si bien más a cuentagotas— las bases de un cine de género tan distintivo como apreciable, que derivaría por derecho propio en uno de los ejercicios más representativos de aquella ola —y que llegaría a contar con una secuela italiana de la mano de Mario Landi, Patrick vive ancora—.
Larga vida a la nueva carne.