La primera escena de Anora es ya toda una declaración de principios de la postura ética de Baker con los cuerpos: el desplazamiento lateral de su cámara captura a varios personajes femeninos de espaldas realizando bailes eróticos para sus clientes y retrata sus cuerpos con frontalidad, sin juzgar ni moralizar sobre una mercantilización corporal a todas luces alarmante. La canción que acompaña a esta escena, la alegre y optimista Greatest Day de Take That, revela el barniz sarcástico (también esperanzador) que cubrirá toda la película. No es la primera vez que el de New Jersey filma las complejas e incómodas imbricaciones del trabajo sexual (y a tenor de su dedicatoria hacia el colectivo al recoger la Palma de Oro sabemos que no será la última): ya lo hizo en Tangerine y repitió en Red Rocket, obras cuyos protagonistas perseguían un inalcanzable sueño americano en ambientes igualmente impregnados de sordidez como de ternura.
El último trabajo de Baker no solo no es ajeno a los estilemas que ha ido desarrollando a lo largo de su filmografía, sino que aquí se ven amplificados: un estilo que equilibra extrañamente la histeria con la delicadeza (particularidades ambas encarnadas a la perfección por una entregadísima Mikey Madison), un punto de partida mínimo, un vocabulario visual que navega entre las ‹gangster movies› de Scorsese y las desquiciadas odiseas de los Safdie, etcétera. En Anora los referentes se amplían (imposible no pensar en las comedias corales de los Coen) y se expanden para seguir nutriendo el personal universo del cineasta norteamericano. Baker no inventa nada nuevo, ni siquiera dentro de sus propias inquietudes temáticas y formales, pero la forma en la que mira a sus personajes está tan rebosante de generosidad, comprensión y respeto que pareciera que estuviéramos redescubriendo de nuevo el cine.
Anora narra la historia de Ani, bailarina erótica que, como una Cenicienta moderna, parece encontrar su príncipe encantado en la figura del ingenuo y muy inmaduro Vanya, infante de 21 años que resulta ser hijo de un poderoso oligarca ruso. Hay algo crucial para el desarrollo del film que late en el encuentro entre ambos jóvenes, y tiene que ver con el modo en el que Ani entiende las relaciones con los hombres: en ellas media siempre una dimensión mercantil. Con Vanya no es distinto, pero su alocada visión del mundo y su privilegiada economía actúan no solo como promesas de una vida mejor, sino como propulsores hacia Las Vegas para que dicha vida se oficialice bajo los preceptos sociales del matrimonio. El dispositivo, por supuesto, permite a Baker explotar las posibilidades cómicas de la más clásica (y “hawksiana”) ‹screwball comedy›, que encuentra en la fortaleza y sensatez de Ani el contrapunto perfecto para la masculinidad frágil y cobarde de Vanya.
El punto de inflexión del matrimonio invoca a tres personajes (matones a sueldo) que intentarán, con las mismas dosis de entusiasmo como de torpeza, revocar el vínculo conyugal. Y aunque Anora es una película divertidísima e hilarante (esta banda de inútiles es sin duda una de las más bellas ideas del film), es también profundamente triste. Buena culpa de ello la tiene la situación de indefensión de Ani, pero también la mirada abismal y decepcionada de Mikey Madison, que no solo se desenvuelve con soltura en las lides físicas y sexuales más exigentes, sino que se empapa con excelencia del ambiente miserable y desolador de su personaje. Ani sabe que en un mundo ultracapitalista y mezquino ella se ubicará siempre en el lado de los perdedores: es por eso que su último gesto es hermosísimo y demoledor (seguramente una de las mejores escenas que Baker haya filmado jamás), porque solo el amor y la comprensión serán capaces de mejorar este mundo.