Tatami (Guy Nattiv, Zar Amir-Ebrahimi)

La enorme exigencia y la incesante tensión de un contexto como el retratado por Guy Nattiv, que co-dirige su nuevo largometraje junto a la debutante para la ocasión Zar Amir-Ebrahimi —más conocida por su labor ante las cámaras, que le llevó a protagonizar Holy Spider (Araña sagrada) de Ali Abbasi—, pronto encuentra su forma a través de la omnipresencia de Maryam Ghanbari, entrenadora de la protagonista, Leila Hossein, una judoca profesional que compite bajo el yugo de la república iraní. Ya desde un plano en que dicha entrenadora observa no sin cierto recelo una conversación entre su alumna y una contendiente —cuyo país se aprecia, bordado en forma de bandera en su ‹judogi›, de forma para nada casual— Tatami despliega un dispositivo donde ni siquiera la profundidad de campo libera a Leila de esa mirada inquisidora. Una mirada que, sin embargo, irá desapareciendo gradualmente, primero ante la insistencia de una serie de llamadas que demandarán la retirada de la joven judoca, y más tarde bajo la presencia de advertencias de distinta índole que derivarán en un contexto todavía más tirante, si cabe. En esa gradación tanto tonal como argumental que irá obteniendo Tatami, no solo se encuentran los motivos que dan forma a su relato, sino también la deriva genérica del film, que se extenderá del drama a un sólido thriller psicológico que aprovecha las virtudes de su edición —especial atención a esa secuencia cuyo montaje paralelo imbuye de tensión los distintos escenarios en que transcurre la acción, dotando de un mini-clímax muy determinado a dicho momento— y termina constituyendo a la postre el asfixiante reverso de una competición que halla en esa coacción externa un escollo que se extiende lejos de la amenaza física también existente.

Nattiv y Amir-Ebrahimi enarbolan un ejercicio que va más allá de su mirada política, especialmente condensada en una voz en ‹off› final que no por obvia deja de tener su razón de ser —cuyo trazo se vislumbra ya a lo largo y ancho de los poco mas de 100 minutos que dura la propuesta, incluso en algún ‹flashback› que arroja más luz (o quizá cabría decir sombra) sobre el asunto—, apuntalando un ambiente que ambos cineastas plantean ya desde su aparato formal, tanto representando la fisicidad del combate con una intensidad que intensifica esa perspectiva donde todo queda constreñido por la aspereza del marco, como encontrando resquicios mediante los que afianza un factor psicológico que tendrá su culmen en uno de los combates que deberá afrontar Leila. Tanto la ya recurrente imagen de la protagonista frente a un espejo que ella misma ha roto, como el empleo de la citada profundidad de campo, donde el desenfoque de su figura puede llevar a distintas interpretaciones, aunque todas asociadas a esa inhibición que ejercerán sobre ella los distintos personajes que buscan una retirada a tiempo, complementan un acercamiento sobre el que irá virando esa espiral de inquietud que se cierne sobre el panorama. Los cineastas trazan así un alegato que se muestra directo y sin tapujos, pero que encuentra en los resquicios de una poderosa ficción el modo de representar esa urgente realidad, yendo más allá de su mera (en este caso) condición de “Basada en hechos reales” y exponiendo los avatares de una circunstancia cuya tensión e incluso violencia recoge a la perfección el dispositivo empleado.

Si algo se puede achacar a Tatami es una aproximación que por momentos se siente demasiado presa de su carácter ficcional, incurriendo en estratagemas y trucos que restan una veracidad palpable la mayor parte del tiempo, aunque sin menguar esa fuerza desde la que componer un feroz mosaico cuya discursiva afortunadamente no sostiene solo dicho alegato, sino también los confines de un retrato más desgarrador si cabe cuando la huida se antoja como última (y única) opción.

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