Los ecos del pasado se ciernen sobre un pequeño pueblecito de la mano de Andrea Jaurrieta, que con su segundo largometraje tras las cámaras, Nina, invoca la presencia de un género, el ‹neo-noir›, que se podría atisbar fácilmente en un apartado visual cuya importancia es afianzada por la realizadora desde el color y una dirección de arte que se alzan como uno de los aspectos capitales del film, revistiendo un tono que se adentra en el aspecto psicológico de su personaje central, siguiendo la línea de su debut, Ana de día, y buscando amplificar así las trazas de un género que no se sostiene únicamente sobre algunos de sus tropos más representativos, encontrando en la raigambre genérica ofrecida por Jaurrieta incentivos desde los que fortalecer ese retrato, matizando además un contexto que se antoja esencial integrar y comprender. Porque si bien en Nina se encuentran algunas de esas constantes desde las que definir el ‹noir›, la cineasta prioriza un marco que, dada la circunstancia, potencia la presencia de un trasfondo ineludible, que es imposible disgregar del relato tanto por los propósitos que parece sostener el propio film como para el modo en cómo dota de un revestimiento específico a esa historia de venganza que en el fondo va mucho mas allá y no se detiene solamente en los motivos primarios (y primitivos) que se podrían deslizar de una decisión como la tomada por la protagonista.
Es así como la cineasta dispone el terreno adecuado desde el cual invocar determinados desvíos sin que estos ‹per se› banalicen una línea discursiva concisa, en la que no hay lugar para ambivalencias de ningún tipo: algo que Jaurrieta deja claro en el momento en que las intenciones de Nina comienzan a ser manifiestas a la vista de los habitantes de ese pueblo, deslizando un entendimiento en torno a lo sucedido que la propia protagonista no parecía haber asumido, pero sin embargo existía incluso en su círculo más cercano. Es, no obstante, en esa falta de ambigüedad, en esa concepción pre-clara de todo lo acontecido, donde el film no termina de encontrar un rumbo adecuado, pues en ese aspecto los numerosos ‹flashbacks› desde los que Jaurrieta retorna al pasado para (re)seguir la historia de Nina, nunca se alzan como el estímulo necesario desde el que afilar la narración así como otorgar un sentido mucho más complejo y, por ende, turbador al conjunto. Y es que toda esa mirada que la cineasta condensa en pequeños fragmentos que las veces se funden con el presente, funciona de una manera tan rutinaria y poco imaginativa que no hace sino restar capacidad de seducción al relato, que es precisamente lo que el ‹noir› clásico conseguía en ocasiones volviendo sobre los pasos de un personaje. Todo se siente plano y despersonalizado, y aunque uno comprende que la intención no es otra que la de interpelar al espectador y dar forma a una disertación de lo más pertinente, quizá el terreno elegido se antoja un tanto yermo.
Con ello, hay que resaltar la figura de Patricia López Arnaiz, que otorga al retrato (las veces) psicológico armado por Jaurrieta los matices idóneos, componiendo de ese modo un personaje al que se puede extraer la esencia que no termina de encontrar casi nunca el film, y es que pese a un aspecto visual ciertamente sugerente, que genera estampas que por sí solas devienen definitorias, Nina termina encontrándose en esa tierra de nadie que tan bien parecía haber sorteado la mixtura erguida por su autora, que si bien nos deja uno de esos ejercicios donde prepondera lo estilístico, no trenza con la suficiente fuerza un alegato que hubiese requerido algo más que un plano sostenido sin la suficiente convicción como para ver su final concluido.
Larga vida a la nueva carne.