Viver mal se podría leer como la cara B de Mal viver, al tiempo que en un mismo espacio contrapone todos los rasgos que hacían de la primera parte del díptico realizado por João Canijo un melodrama moroso y profundo desde el que afrontar un conflicto familiar intergeneracional. Y es que más allá de su estructura episódica —de hecho, el propio cineasta lo escinde en 3 segmentos, alguno cuyo título no sabemos si desliza un tanto de sorna, o si simplemente el realizador alberga un profundo trauma para con la figura materna—, en esta segunda mitad encontramos una comedia tan afilada como el viento, que apelando de nuevo a esas colisiones latentes donde las madres se alzan como un todo —incluso en el primer relato, donde destaca su ausencia, se cristaliza en una controvertida llamada telefónica—, desliza capas instigadas por una mala leche remarcable.
Alejándose así de su precedente, y siendo una suerte de reverso perverso, Viver mal podría comprenderse en primera instancia como un modo de rebajar la aspereza y el rigor de aquella, pero deviene sin embargo como una extensión pertinente, que lejos de ser un mero juguete, cobra un peso semejante si bien no alcanza los mismos niveles de profundidad. Ello, no obstante, no juega en contra de un título que hace de la autoconsciencia una de sus mayores bazas, tanto en ese cinismo que maneja en ocasiones como en la forma de desarrollar un universo ya de por sí enardecido con unas notas más de arrebato, algo complementado a su vez por esos ‹off› —que ahora están constituidos por la familia que regenta el hotel— reconocibles, que a su vez arrojan más sazón, si cabe, a la experiencia, logrando incluso arrebatar alguna (malévola) sonrisa cómplice para regocijo del propio Canijo.
Mediante ese sentido del humor punzante, que el luso alienta con diálogos las veces sencillamente demoledores, Viver mal también supone un cambio de paradigma en la toma de decisiones formales, que otorgando un contrapunto distinto a esta parte, podría decirse que hasta cierta ligereza, comprende el otro lado de la moneda no como algo complementario o accesorio, sino definitorio, estableciendo los matices necesarios mediante los que casi percibir ese escenario en el que se desarrolla la acción como el caldo de cultivo idóneo desde el que espolear el enfrentamiento. Nada como oír —dado que cualquier otra palabra sería una demasiado sutil— las voces y discusiones que retumban entre sus paredes para seguir una cadencia que se antojaría suave tildar de insidiosa. Algo que, por otro lado, el cineasta amplifica con esos planos exteriores que casi se antojan extraídos de La ventana indiscreta de Hitchcock, redimensionando (de nuevo) el espacio.
La madre deviene así un elemento casi litúrgico para un João Canijo que encuentra entre las paredes de ese hotel no pocos reflejos desde los que proyectarla. Controladoras, devoradoras, posesivas… la figura materna se transforma en un apéndice malicioso que va infestando cada rincón de celuloide hasta encontrar una esencia que supura crueldad, retratando algo cercano a la monstruosidad. Lejos, pues, de estar ante una prolongación superficial, algo que se podría sustraer de su carácter episódico, Viver mal actúa como un punzante reverso que no solo ejerce un contraste necesario, amplifica además las constantes de un universo que en este segundo volumen, sin necesidad de destensar el ambiente por su cariz abiertamente cómico, dibuja una perversa sonrisa en el rostro del espectador que no podría ser otra cosa que el perfecto culmen de una encarnizada crónica que sería imposible leer por separado. Un auténtico monumento (o no) a las madres que inyecta vileza con una facilidad que, de pasmosa, hiere y divierte a partes iguales.
Larga vida a la nueva carne.