Aunque la ‹coming of age› no deja de tomar derivas que las veces desvían el foco de lo verdaderamente importante, que no es sino percibir una etapa de crecimiento físico y emocional que a la postre será clave, siempre resulta interesante cómo el contexto moldea estas experiencias que terminarán articulando nuestra persona. Claudia Sainte-Luce dirige su mirada en ese ámbito a un entorno rural donde Neimar vive junto a su madre y su abuela, y lo hace desplazando ese desarrollo no tanto porque la cineasta desvíe su foco interesadamente, más bien por la incidencia de un ambiente que, de manera forzosa, sobresale en el camino trazado por el pequeño Neimar. No es pues que la directora mexicana encuentre motivaciones distintas entre esos terrenos yermos y espacios en ocasiones precarios, sino que los escasos estímulos que encuentra el protagonista se van filtrando en el relato.
Es así como emerge un microcosmos que halla en la obsesión de Neimar por las carreras y en su consagración, que irá ligada a las clases de catequesis a las que asiste, los incentivos desde los que explorar esa adolescencia incipiente; una búsqueda que por momentos se torna cíclica en esas iteraciones que Sainte-Luce dispone, pero que sin embargo nunca termina de encontrar los cimientos adecuados en un trabajo formal que en no pocas ocasiones deviene en ‹déjà vú›, pues en ese sentido la autora de Los insólitos peces gato elabora una planificación repleta de recursos reconocibles que, por si fuera poco, no llegan a surtir efecto, dejando si acaso que asome una sinceridad que en ocasiones no termina de alzar el vuelo, y se condensa en momentos muy concretos, casi disgregados de un conjunto que se siente un tanto deshilvanado.
Si acaso se podría destacar esa narrativa cuasi transparente, en la que no es necesario atisbar una descripción concisa ni un diálogo para dar con los pormenores del relato; un elemento que, siendo cierto que marida con algunas de sus construcciones visuales, por cómo causa un efecto entre lo etéreo y lo voluble —que se podría enlazar a la perfección con la etapa que retrata la mexicana—, no entraña siempre los mismos resultados.
El reino de Dios se vislumbra como una propuesta errática pese a tener claras sus intenciones, que no cristalizan ni hallan matices desde los que enriquecer una crónica ciertamente menuda, pero que a su vez parecía poseer el suficiente potencial como para atisbar algo más de lo que termina entregando. Algo entendible, dada su naturaleza, que sin embargo arroja un regusto agridulce por no concretar sus virtudes.
El problema es cuando se termina por confundir el carácter efímero del film con una intrascendencia que finalmente va en su contra. Pues si bien se podría contraponer ese término y todo aquello que narra a la ilación con un mandato divino que va sobresaliendo durante todo el film, en pocas ocasiones la cineasta mexicana consigue trazar una conexión que aporte una capacidad de sugerencia o, cuanto menos, un desarrollo del que derive cierto interés por lo acontecido en pantalla, que a lo sumo termina por bosquejar en un par de secuencias desde las que articular los matices de una ‹coming of age› que acaba tomando forma, aunque en todo momento reservando el espacio adecuado para un retrato que, sin llegar todo lo lejos que podría, cuanto menos recoge el testimonio con la naturalidad necesaria como para poder encontrar un pequeño remanso entre sus imperfecciones.
Larga vida a la nueva carne.