Una red de largos y grises túneles cuya procedencia y función bien podrían ser desconocidas da paso a los primeros minutos de Critizal Zone, extendiéndose en un interminable laberinto de conexiones que afianza su grisura en la fotografía apagada de Abbas Rahimi, una fotografía que acompaña el paisaje como si de una extensión del mismo se tratara, pero asimismo concreta un estado, el de esos personajes perdidos, aletargados en algún caso y, sobre todo, rabiosos ante el caos social y político imperante —que no atañe sólo precisamente a Irán, en una clara mirada a la siempre presente condescendencia que proviene de occidente—, que se mueven entre sombras, droga y un temor que si bien no se llega a concretar más que en una escena, se cierne sobre ellos como un pálpito, como una reacción del subconsciente a un panorama desolador.
Ali Ahmadzadeh sigue en su tercer largometraje a uno de esos personajes que bien se podría integrar en el imaginario colectivo de una generación si no fuese por la aspereza y angustia que se sustrae de un film como el que nos ocupa. Amir, una suerte de traficante local que conduce acompañado por la voz mecánica de un GPS que le va dando las instrucciones adecuadas, dirime la esencia de un film las veces desconcertante y extraño, pero la mayoría del tiempo clínico: y es que el cineasta iraní encuentra entre su trazo desigual y esas estampas desaturadas el espacio adecuado para continuar explorando una realidad urgente, pero al mismo tiempo prácticamente cotidiana, parte de un día a día que se filtra incluso en la nocturnidad y los quehaceres de un personaje que podría permanecer alejado de la misma.
Critical Zone parece conectar en ese sentido con un cine psicológico y ciertamente enajenado que nos podría retrotraer con facilidad a aquella fabulosa Al límite dirigida por Martin Scorsese y protagonizada por Nicolas Cage, pero abandonando ese componente sumergido por completo en la psicología del personaje, y extendiendo sus miras por completo sobre una sociedad (des)ahogada entre estupefacientes, que encuentra en la clandestinidad el lugar idóneo desde el que continuar adormeciendo una conciencia colectiva que en el film de Ahmadzadeh encuentra resquicios de resistencia, pues aunque el panorama casi apocalíptico de las calles de Teherán no parece el más conveniente, alzar la voz deviene una opción casi forzosa, que encuentra en el relato algunos de los pasajes más inesperados del film, pero a su vez confronta un sentimiento que parece presente en el país situado entre Asia y Oriente medio.
La noche se desliza entre una pintoresca galería de personajes que condensan a la perfección una visión dispar pero cuya direccionalidad se antoja del todo consecuente, dibujando una alienación que por momentos deriva en un delirio casi fortuito, un hecho que el iraní refuerza desde el aparato formal, retratando ese desacostumbrado éxtasis en todo su esplendor, que termina por tomar forma en un grito incesante, intenso y desgarrado para el que la clandestinidad, con todo lo que ello supone, queda en un mero concepto vacío de significado. Una sensación que Critical Zone, pese a los condicionamientos con que cuenta siempre un cine como el iraní, cuyos pasos no hacen sino arrojar luz desde prismas cada vez más agitadores y enardecidos, recoge dando forma a una de esas crónicas para las que no hay límites y fronteras, pues su lenguaje expresa con clarividencia los claroscuros (más de lo segundo que de lo primero) de una sociedad abocada a la decadencia que no se resigna a entregar un último alarido en aras de una libertad que jamás terminará donde comienza la represión.
Larga vida a la nueva carne.