«Gold told me to» será la respuesta que reciba Peter, protagonista del quinto largometraje de Larry Cohen, también conocido como Demon —o como el God Told Me To que emergerá como una de las consignas del film—, en la búsqueda de respuestas ante la acción de un francotirador que invocará el caos más absoluto en una céntrica calle de Nueva York. A partir de ese punto, una serie de ataques aparentemente aleatorios desembocarán en una respuesta que se antoja más fruto de una suerte de integrismo —perdón, que cuando la religión es católica no se le puede llamar así, ¿no?— que de algo eventual, fruto del curso de los tiempos —que, dicho sea de paso, también podría ser, encontrándonos en una década como la de los 70—. Todo ello llevará a Peter, que indaga con interés en esa serie de atentados en principio surgidos de la nada, a resignificar una investigación que le llevará hasta la figura de un hombre sin rostro, con la cara borrosa, como así lo describen los propios testigos, más vinculado a una veta fantástica que al plano tangible en el que se desarrolla la acción.
Cohen explora desde esa premisa una psicosis que empezaba a aflorar en la sociedad a raíz de esos movimientos que irían haciéndose hueco entre quienes la poblaban, y que a través de la óptica del cineasta arraigan en un cine de género arrojado e inesperado, que hace de ese tránsito de senderos insospechados una de sus cualidades, llegando a retratar pasajes que encuentran en lo alucinado de sus imágenes un recoveco perfecto desde el que desarrollar una obra insólita, que huye de cualquier patrón imaginado desembocando en una vorágine de ideas tan dementes como, a fin de cuentas, concebibles. Porque si algo hace bien Demon en su trayecto por dibujar uno de esos preámbulos paranoicos que terminarán derivando en el más extraño de los escenarios posibles, es ubicar toda esa vorágine creada por una sucesión de “atentados” en un contexto adecuado que no sólo sirve como espejo desde el que escudriñar el abismo de un pueblo, sino además converge en un horror enajenado capaz de hacer concurrir cuantos filones se puedan imaginar, uniendo el sobrenatural con un esoterismo desfasado donde encontrar sectas o rituales se percibe como una de las realidades más probables.
En medio de ese meollo de referencias y conceptos, Cohen, un cineasta ávido e inquieto como pocos que manejaron los 70 y los 80 a su antojo, pasando del ‹blaxploitation› más intrincado a hitos del mismo entre los que encontramos El padrino de Harlem al cine de terror más simbólico incluso desembocando en un fantástico y ‹sci-fi› muy hijos de su época, enarbola una de esas obras que huyen de lo elemental para zambullirse en atmósferas enrarecidas y estampas alucinógenas —véase ese encuentro con el misterioso personaje que parece vincular todo lo acontecido en la “Capital del mundo”— desde las que invocar la esencia del género: basta con observar esa secuencia donde Peter entra en un bar —en el que Cohen vuelve a desarrollar uno de esos ambientes tan propicios del ‹blaxploitation› que manipuló en todas sus vertientes años antes— y el cineasta condensa, en una sola imagen, la de la mirada del protagonista, lo insondable de una vía fantástica que se desarrolla con apenas unos estímulos —poco más que un par de ‹flashbacks›, uno en un sepia que evoca con talento las formas de un cine de raigambre más clásica, y otro cuyo cauce alucinado, invocando el espíritu de las producciones setenteras de ciencia ficción, habla por sí solo— y no necesita mucho más para otorgar cuerpo a una obra excepcional.
El director canadiense encuentra entre los parámetros de un cine extravagante pero, en especial, ciertamente subversivo, decidido y sorprendente, la respuesta a una sociedad encerrada en sus vicios y convicciones, que se deslizan a través de esa especie de mirada irónica en torno a un individuo que hace y deshace a su antojo y no sólo eso, es además resguardado como si de un nuevo profeta se tratara. Algo que, unido a esa elección formal formulada por el autor de La serpiente voladora, imbuyen al film en un misticismo revelador pero asimismo un tanto sarcástico. Es, de hecho, ese apartado formal el que dota a Demon de un aura distinta, no sólo haciendo confluir en menudas secuencias —que podrían ser casi píldoras si no fuera por su peso en la narración— todo tipo de ambientes y atmósferas bizarras, sino del mismo modo engendrando un horror que encuentra en planos, angulaciones y montaje algunas de sus aptitudes —como esa escena donde Peter es atacado en la escalera, que bien podría ser un velado homenaje a Psicosis— haciendo de esta tan modesta como disfrutable serie B un precipicio a una locura que por fortuna no solo reflejan esos rótulos finales, y que Cohen extiende a todo su metraje con una mano maestra que hay que reivindicar con la misma fuerza de un cine destinado a pervivir por más que pasen los años.
Larga vida a la nueva carne.