La susurrante voz en ‹off› de un personaje que ya no tiene cabida en la sociedad que parece jerarquizar una isla donde deviene la acción, describe el proceso de un universo mudo: en él no existen las palabras, y más allá de esa voz a lo sumo oiremos algún chillido durante el transcurso de esta A primeira idade, un lugar donde la infancia y adolescencia sobrevienen como etapas que no conectan con los miedos e inquietudes adultas sobre temas como la muerte. Es, de hecho, la (a priori) forma única de abandonar ese microcosmos descrito por el debutante Alexander David, aquello que nos acerca al fantástico —sin profundizar en ningún momento en el género, pero concibiéndolo como un mecanismo desde el que evitar asumir un nuevo ciclo—, enhebrando así una fábula que toma forma entre maquetas y dibujos que apenas van más allá del esbozo pero concretan una naturaleza de lo más singular, pues el cineasta los emplea como elementos de su construcción, consiguiendo dotar de una dimensionalidad distinta al mundo en el que se mueven los personajes. Y es que lejos de esa particularidad que mana del espacio dibujado por Alexander David para la ocasión, del que se percibe un desorden un tanto ‹kitsch›, y en el que cabe tanto la aparente sinuosidad de sus primeros compases como una amplitud de trazos que derivan de su mirada —hay lugar tanto para una noche de discoteca como para una sesión de cine mudo—, nos encontramos ante una obra que sorprende por su concepción, y que tan fácilmente se asemeja visual o incluso sensorial como transita sobre esa estética ciertamente llamativa.
A primeira idade se concibe de este modo como una ‹coming of age› donde los parámetros del género no se exploran desde una perspectiva ni mucho menos convencional, y no lo hacen no porque el cineasta luso huya de sitios comunes o busque de forma deliberada un insólito reinado que huya de exploraciones universales, sino más bien por el hecho de primitivizar unos conceptos que alteran la realidad de los personajes que co-habitan el universo dispuesto, pero asimismo disponen una percepción distintiva, liberados de ideas como la sexualidad o la muerte, tan frecuentes en un relato de estas características. El bosque, empleado como en tantos otros títulos a modo de elemento disuasorio, donde incluso la oscuridad que fluye del mismo se relaciona con esa muerte que sólo parece conocer nuestro narrador omnisciente, ejerce de nuevo un influjo que, en determinado momento, se romperá; un hecho esperado que Alexander David hace pivotar en torno a las fuentes de conocimiento, el arte, desde el cual los protagonistas descubrirán un nuevo mundo abriéndose ante ellos. Esa nueva pieza, que para el cineasta nace como algo revelador, arrojando un significado a aquello que no lo poseía, otorga un punto de vista al film que Alexander David contempla con delicadeza y melancolía —el rostro iluminado de esa niña cayendo dormida ante una proyección—, pero desde el cual no transita vías obvias: A primeira idade se sigue moviendo en ocasiones de un modo tan inescrutable que más bien parece perdida en sus propias ideas, como si no las llegase a concretar del todo, algo que desmiente una conclusión desde el que apreciar a un autor curioso por naturaleza y, ante todo, optimista, casi ingenuo en la misma condición que sus personajes lo son. Algo que a buen seguro cobrará un valor incalculable en futuras piezas salidas de la imaginación del portugués.
Larga vida a la nueva carne.