Before I Change My Mind se podría considerar una ‹coming of age› de manual. Y con ello, un catálogo completo de todos los clichés posibles e imaginables. Sin embargo, no se puede obviar su voluntad de ofrecer algo distinto, al menos en lo que hace referencia a ciertos aspectos de su temática (lo andrógino, la sexualidad ambivalente) o a derivas visuales que por momentos funcionan, y otras no tanto. Precisamente es este uno de los principales problemas del film: su capacidad propositiva y su voluntad de reflexión a través de generar dudas, acaban casi siempre en callejones sin salida. De hecho, es más interesante, por así decirlo, el concepto que hay detrás que su realización final.
Trevor Anderson, en el que supone su debut en un largo, nos sitúa en unos años ochenta con cierta voluntad realista en cuanto al ambiente, pero por otro lado sucumbe, intencionadamente o no, a dinámicas visuales más cercanas al retro-pop estilizado tan en boga gracias a producciones tipo Stranger Things. El asunto es que, por un lado, esta estilización colorida de la realidad puede ser un filtro casi de ensoñación, que responde a una visión inocente de sus protagonistas, pero que entra en clara contradicción con un punto de vista en el que nunca vemos la realidad a través de sus ojos. Es casi como si ese mundo colorido respondiera más a la necesidad de su director que a una plasmación real del mundo que viven sus protagonistas.
La consecuencia de todo ello es que, aunque por momentos entramos con interés genuino, cuando no con simpatía, en las vicisitudes que se narran hay una sensación de artificio que anula por completo la profundidad de los mismos. Por no hablar de la batería de preguntas al respecto de traumas y dudas existenciales que se ponen sobre el tapete para dejarlas suspendidas después. No, no se trata de esperar una obra masticada donde cada cuestión tenga que ser necesariamente respondida, pero no es lo mismo la ambigüedad que directamente el olvido o la no injerencia en algo que parecía fundamental en la explicación de comportamientos y actos. Un ejemplo claro está en uno de los momentos claves del film donde asistimos a una puesta en escena impecable y divertida pero que no deja de necesitar poner de relieve sus referentes en todo momento, sin atreverse a diseñar una pieza original completa.
Con todo ello la sensación que nos deja en todo momento Before I Change My Mind es la una ópera prima a la que se ven las costuras. Más que utilizar recursos o referentes los convierte en meros instrumentos a falta de un discurso propio y elaborado. Los elementos están ahí y funcionan, con su banda sonora, colores y estética retro ochentera. Sin embargo falla en la mezcla, pareciendo un puzle compuesto de piezas robadas. Aunque simpática y agradable de ver, quizás hubiera sido más interesante un desarrollo más personal, más alejado del catálogo nostálgico habitual. Dicen que lo barato sale caro y, en este caso, el abuso de lo conocido acaba jugando en contra del film.