Muertes y maravillas se ha presentado con la etiqueta de documental, tanto así que se llegó a exhibir en el FIDOCS en Santiago de Chile, pero dicha etiqueta es inexacta (por más que se quiera justificar en razón de la improvisación o del relato personal) dado que en realidad es una ficción con toques metafísicos e incluso místicos apoyados en una puesta en escena y unas actuaciones evidentemente dirigidas y montadas desde la concepción de una trama narrativa. Esta aclaración es fundamental a la hora de entender lo posible en lo ficcional para no caer en el error de pensar que aquello que es ficticio es contrario a la realidad, cuando de hecho todas las ficciones de una u otra manera surgen del contacto con la verdad y sus potenciales múltiples de conocimiento o expansión.
Tras lo anterior hay que decir que la propuesta de Diego Soto se acerca a ese ‹mumblecore› de inicios del milenio en el que los realizadores utilizaron a veces como materia de creación su propia cotidianidad; en el caso de Diego, sus personajes vienen a ser a la vez representaciones o proyecciones de los mismos actores, quienes interpretan a sus versiones de la realidad. Así, y debido a su carácter como representación, sus palabras y acciones son despojadas de espontaneidad. Esto se traduce en un estado de constante extrañamiento, pues las escenas en su mayoría si bien retratan momentos comunes siempre guardan un aire de impostura que corresponde los desarrollos que sobrevienen en la trama.
Y es que ya hablando de la historia concreta, esta gira al rededor de un libro de poemas heredado de un amigo que está a punto de abandonar este mundo, amigo que en un principio se encuentra postrado en una cama pero que, como si fuera el beneficiario de un último deseo, de un momento a otro se repone y pone de pie, y empieza a activarse con la intención de volver a su vida normal, tratando de reanimar a la vez a sus amigos, quienes extrañados intentan asimilar su renovación. Después de ello, llega la despedida final y el vacío y la divagación de aquel que sufre dicha pérdida extraña, cuyo único recuerdo es un libro que ni siquiera puede conservar.
Entre las divagaciones quizás el momento más interesante es la lectura de un poema que el protagonista compone para su amigo, lectura que se realiza frente a un pequeño club y que se ve enturbiada o menospreciada por los típicos comentarios prejuiciosos, llenos de tecnicismos, de mucho dogma pero poca sensibilidad de uno de los invitados; la tosquedad de este momento y la crudeza de una interacción tan cercana a lo real la hace resaltar por encima del ritmo de los demás eventos, permitiendo empatizar al contrastar el sentido del trasfondo (solo perceptible para el espectador que ha conocido la trama hasta el momento) del poema con la apatía o paradójica insensibilidad del rígido contertulio “amante” de la literatura.
También vale la pena reflexionar sobre la “mala” actuación de los auto-intérpretes, y cómo esa “mala” praxis (en un sentido clásico del drama) se convierte en virtud a través de sus efectos distorsivos e incómodos que compaginan muy bien esa apuesta por la mística.
A pesar de las virtudes mencionadas, a veces la trama propone situaciones demasiado obvias en su retórica, comentarios sobre el presente un poco superficiales y calcados que evidentemente intentan atar la cotidianidad de los personajes con las crisis de la modernidad (posmodernidad, metamodernidad, hipermodernidad), que si bien no deslegitima la propuesta, sí exhibe la inmadurez del realizador. Pero en última instancia, son detalles que posiblemente se irán puliendo a medida que se siga desarrollando creativamente.