Las ‹rom-com› adolescentes son todo un universo que explorar. Es curioso cómo se repiten conductas, estamentos sociales y prejuicios a través de los años, sin distinguir la época en la que se reproducen los hechos por algo más que por los peinados, vestimentas o dispositivos electrónicos que tienen entre manos. Y sí, todas pueden parecer iguales, por lo que este jugoso sub-género es en más de una ocasión menospreciado por el colectivo cinéfilo, pero es la hora de salir de nuestro error. Las ‹rom-com› adolescentes son imprescindibles para entender el cine en toda su esencia.
Puede que no todo el mundo conozca a Steve Rash, director de la película que nos va a hacer suspirar hoy, pero sí que ha dado mucho que hablar este último año el protagonista de No puedes comprar mi amor. El seleccionado como hombre más atractivo del planeta, Patrick Dempsey, al que una mayoría conocemos como el médico Anatomía de Grey, sobresalía como el imprescindible ‹geek› que funcionaba como contrapunto en No puedes comprar mi amor. A punto de finalizar los 80, las comedias románticas para adolescentes ya conocían el sota-caballo-rey con el que funcionar, así que a nadie le sorprenderá el ‹modus operandi› de la película: un jovencito aficionado a los juegos de rol y buen estudiante busca formar parte de la élite del instituto, dominado por los jugadores de fútbol americano y las animadoras, haciendo un trato imposible de rechazar con la chica más popular del lugar.
Aunque ahora pueda resultar un concepto muy manido, lo cierto es que No puedes comprar mi amor funciona como una de las primeras historias en las que monetizar los bailes de instituto, el consenso entre tribus urbanas y la materialización del amor platónico. Para ello, como contrapunto a Dempsey, el joven que metamorfosea no solo su aspecto, también su forma de actuar convirtiéndose en un personaje dinámico y sin complejos, imprescindible para su posterior estrellato en cine y televisión, encontramos a la jovencita perfecta en la actriz Amanda Peterson, con algo menos de suerte en su vida fuera de las cámaras. Ambos forman una extraña pareja, que en todo momento parecen más enfocados hacia la amistad que al amor incontrolable por la química que desprenden, pero que mantiene perfectamente esa atención a destiempo entre los personajes por el otro, consiguiendo algo mucho más creíble que el juego de miradas en el momento álgido de Romero+Julieta de William Shakespeare.
En la película encontramos personajes gamberros que saben mantener ese despiadado ‹tour de force› en el que los inteligentes son los menospreciados, los populares mantienen su posición siguiendo los pasos de quien marca las normas y todos mantienen un sistema activo de ansiedad por encajar en un universo más complejo y competitivo que el de los adultos, sin dejar de lado el humor, el payaseo y un leve toque (el justo para encajar con el título elegido) de romanticismo. No puedes comprar mi amor es una más que digna predecesora de sonados éxitos como Mean Girls, 10 razones para odiarte o la saga American Pie (de la que Steve Rash dirigió uno de los subproductos que mantuvieron a duras penas el éxito de sus primeras entregas), jugando en su justa medida con la mofa del esperpéntico comportamiento de los adolescentes en este tipo de historias para que no sea imposible que sus personajes acabaran protagonizando las carpetas del público fan estandarizado. Al final es una divertida propuesta donde la rubia no es tan tonta y el rarito, pese a ser una especie de Superman que se oculta tras unas gafas de camuflaje, tiene suficiente personalidad como para mantener toda la historia. A destacar un minúsculo Seth Green voyerista capaz de romper la magia siempre en el momento apropiado, y ese interés por aguantar hasta el final para dar forma a algún tipo de romance.