El cineasta sin generación
Si existe un director que represente perfectamente el concepto de maldito, sin duda es Jean Grémillon. En el sentido de que, a pesar de haber desarrollado una carrera no demasiado larga (debido a su temprana muerte), pero sí considerable, la sensación percibida sobre su figura es de haber sido condenado a un ostracismo inexplicable —de no pertenencia a ninguna etapa o movimiento en particular, caminando en solitario— pese a la calidad de su obra. Casualidades o no en torno a su “malditismo”, es interesante reflejar que estuvo presente en el nacimiento del Festival Cine Maldito de Biarritz (1949), organizado por Objetif 49 —el célebre cineclub creado por Jean Cocteau y Henri Langlois— con su película Luz de verano (Lumière d’été, 1943). Un festival nacido para difundir el cine de vanguardia, establecer líneas de sensibilidad cinematográficas creando puentes con jóvenes cinéfilos, poco conocidos en ese tiempo, que conformarían la llamada ‹Nouvelle vague› como Truffaut, Godard, Rivette, Rohmer, Chabrol y Douchet, que fueron invitados. Grémillon completó el programa con películas singulares de directores de la talla de Kenneth Anger, Jean Renoir, Clifford Odets, Jean Rouch, John Ford, Helmut Käutner, Robert Bresson, Robert Montgomery y Jean Vigo, nada menos.
Nacido en Normandía en 1901, falleció a los 58 años, impidiéndole el infortunio madurar cinematográficamente como otros directores y quedando a las puertas de la ‹Nouvelle vague›. Contrariamente a lo que pasó con algunos que fueron denostados por Cahiers du Cinéma, Grémillon no fue metido en ese saco que desató la animadversión de algunos críticos. Es más, su último largometraje, L’amour d’une femme (1953), gozó de un extenso análisis en el número de mayo de 1954 de la afamada revista francesa, como se puede leer en el especial dedicado al director en la revista Dirigido por… en abril de 2022, evidenciando que los críticos de Cahiers du Cinéma no invisibilizaron al director, sino que cuando surgió ésta, la producción de Grémillon estuvo muy espaciada y no hubo ocasión de estudiarle a fondo.
Sin embargo, resulta tremendamente interesante la opinión del crítico André Bazin, cuando escribió en 1944: «Se expresa en una prosa visual de una honestidad y una transparencia tan perfectas que dejamos de ser conscientes de la técnica. A este nivel de habilidad, el arte desaparece completamente en su tema; ya no estamos en el cine sino en la vida misma». Extracto que se puede encontrar en la colección de primeros escritos de Bazin llamada El cine francés de la ocupación y la resistencia. E igual de relevante fue la opinión del historiador Georges Sadoul, que escribía: «Mientras otros buscaban evasión en fantasías históricas y dramas policiales, Grémillon fue prácticamente el único que tuvo el coraje de hacer películas absolutamente contemporáneas». Y, a pesar de estas valoraciones tan positivas, parece que éstas no dejaron la suficiente huella, diluyéndose para no enraizar y colocar en un sitio privilegiado al director normando.
Un dato importante que profundiza y que puede clarificar por qué Grémillon no gozó del reconocimiento de otros coetáneos, podría estar en las palabras dedicadas por Richer, que leemos en la revista española: «Demasiado inteligente para el hombre común, demasiado emotivo para los inteligentes, demasiado chirriante para los tiernos, demasiado torpe para los hábiles, Grémillon nació para desconcertar a cada uno, para suscitar el malestar». Palabras afiladas que definen a un cineasta insólito, independiente, incomprendido, al que se le negaron varios proyectos que tenía en mente por motivos políticos o económicos y que sufrió la losa del fracaso, nada acorde con la pasión personal entregada, por ejemplo, al documental sobre la devastación de Normandía, su tierra —realizado como un réquiem visual, muy emotivo, con música compuesta por él conforme a las imágenes— durante la II Guerra Mundial (Le 6 juin à l’aube, 1945), que sería amputada, despreciada y no estrenada hasta 1949; o el rechazo de ejecutivos y productores de dos estudios importantes de la época a dos de sus primeras películas —por cierto muy buenas, de las que hablaré después— como una de sus mayores decepciones que le orillaron, quedando desubicado y carente de proyectos en Francia a principios de los años treinta.
El director podría cerrar perfectamente el excelente triángulo de los tres Jean de su época junto a Renoir o Vigo y constituir un pilar fundamental al lado de Marcel Carné, Julien Duvivier, René Clair, Pagnol o Jacques Feyder, miembros del Realismo poético, movimiento que rozó, si bien él se caracterizó por realizar un cine fuera de su tiempo.
Aunque lo que tenía claro es que su trabajo debía ser eminentemente realista, más que naturalista, pues ya con veinticuatro años argumentaba en el texto más antiguo que se le conoce (1925), según el libro francés Jean Grémillon et les quatre éléments (2020), que «Toda película puede ser documental. Documental de los estados psicológicos en la mayor parte de casos, documental del subconsciente en algunos casos particulares». Aunque resulte paradójico este pensamiento, su cine descansa en una forma singular de percibir la realidad, captada como la influencia del mundo sobre el ser humano, el paso de lo sobrenatural a lo natural, lo invisible a lo visible, aportando una visión distinta a sus contemporáneos con un gusto por lo esotérico, espiritual y lo oculto.
Ejemplos como la canción y la vida en la cárcel de la Guayana en La petite Lise (1930) —su primera película sonora—, la descripción del bullicio de las calles en la introducción de El extraño señor Víctor (L’Étrange Monsieur Victor, 1938), la llegada de los espahíes a caballo entre el gentío en Cara de amor (Gueule d’amour, 1937) o las numerosas escenas de bailes que aparecen en su cine (Maldone, Aguas borrascosas, Daïnah la métisse, Pattes blanches…) fundamentan su predilección sobre esta idea de reflejar la realidad, de testimoniar con carácter documental muchos pasajes de sus películas. Hombre de gran formación intelectual, músico, compositor (no concebía el cine sin música), amante de la pintura y la literatura, empezaría trabajando en el cine tocando el violín en las orquestas de acompañamiento del cine mudo para después pasar a realizar sus rótulos, o ser montador. La íntima proximidad al séptimo arte en las salas con un público entregado y su conocimiento poliédrico del mismo le provocarían introducirse de lleno en el ámbito cinematográfico para ejercer desde el otro lado y crear una serie de cortos industriales a partir de 1924 para diferentes fábricas —que, a buen seguro, conformaron su vocación documentalista en sus posteriores largometrajes—, aproximándose a las vanguardias y evolucionando a los largometrajes en los últimos coletazos del cine silente. Con sólo Maldone (1928) y Gardiens de phare (1929) antes del sonoro, demostró sus grandes dotes narrativas, creando en su ópera prima uno de los preámbulos más bellos y con un misterio sutil del cine silente francés que he visto en esos enclaves naturales y fluviales, además de un montaje con mucho ritmo en la segunda, con sobreimpresiones, estados de delirio visuales del personaje central, así como ‹flashbacks› muy interesantes unido a un uso de los interiores del faro muy bien aprovechado.
Si en Francia no ha sido lo suficientemente estudiado, ni posee mucha bibliografía, fuera de su país el panorama resulta aún peor, siendo escasamente conocido en España, por ejemplo. Alguna referencia se encuentra en un texto de Miguel Marías en 1979, donde le reivindicaba por un ciclo de cuatro películas en la Filmoteca del que destacaba: «El fugaz paso por la Filmoteca, en proyecciones únicas y a las horas menos frecuentables, de cuatro películas de este cineasta “maldito” por excelencia, nunca muy conocido y hoy olvidado hasta en Francia —pese al proverbial chovinismo de sus compatriotas—, debiera haber despertado, a mi entender, más interés del que indica una asistencia media de unas ocho personas…». También expresaba Marías su estupenda valoración del cineasta francés con estas palabras: «Destacaría la sencillez, claridad y precisión de una puesta en escena que, atenta sobre todo a los actores, procura mantener un difícil equilibrio entre la rigurosa sobriedad, cercana a la desnudez, del acercamiento “documental” y el estilizado lirismo, casi barroco, de Ophüls o Sternberg, logrando así que estas películas nada tengan de “naturalistas” y respondan, en cambio, plenamente, a lo que Grémillon entendía por “realismo”…»,
Grémillon trabajó en España durante la II República. Después de alguna decepción con la Pathé y la Gaumont —debido a la oposición de sus gerifaltes por la inusual temática (prostitución) y pesimismo junto a un uso del sonido que no agradó en La petite Lise (1930) y con escasa taquilla— o el cercenamiento de la excelente, extraña y crítica con la burguesía Daïnah la métisse (1932) respectivamente, esto le arrojaría a una situación de tierra de nadie nada cómoda y con poca perspectiva, yugulando su creatividad en unos años clave en la transición al sonoro en la que numerosos directores o intérpretes vieron tambalear o finalizar sus carreras. Surgiría un trabajo de encargo para promocionar al cantante André Baugé en 1931, con un resultado bastante irregular y mediocre donde ni él mismo, consciente, quiso aparecer en créditos. Aunque es de justicia comentar que el ‹travelling› inicial en retroceso por la cubierta de un barco que llega hasta el interior, me parece fabuloso.
Nuestro país le ofrecería poder trabajar en dos películas con el denominador común de una de sus pasiones, la música, y su amor por los ritos y liturgias, a pesar de que no era una persona religiosa. La dolorosa (1934) le permitió añadir la zarzuela, nuestro género que tanto le gustaba, unido a números musicales elevados por una gran puesta en escena y planos con sobreimpresiones de gran factura visual como aquél de la protagonista desahuciada y vestida de negro que camina por un monte sin rumbo que recuerda a la recién casada Odette en Pattes blanches (1949), que se dirige irremediablemente hacia la muerte. Con la productora Filmófono rodaría ¡Centinela, alerta! (1935), después de conocer a Luis Buñuel en París. Una comedia en la que según puedo leer en un documento de la Filmoteca española, como consecuencia de la inclusión de esta película en enero de 2022 en la sección Flores en la sombra, se contrató al director francés con un coste de 400.866,47 pesetas (de las que Buñuel aportó 10.000). Se trató de una muy libre adaptación del sainete La alegría del batallón, de Carlos Arniches, donde el director aragonés sería el jefe de producción, si bien también rodaría algunas escenas cuando Grémillon cayó enfermo y no podía levantarse de la cama, dedicándose también al montaje. La película no pasará a la historia, pero sí se advierte algún ‹travelling› excelente marca del francés y buenos primeros planos del cantante Angelillo.
Y si en su país no fue lo suficientemente conocido cuando estaba en activo, aunque en los últimos años haya una tendencia a restablecer y compensar ese olvido, hay pocos testimonios tan directos y contundentes como el del director fallecido hace justo un año, Paul Vecchiali, que sentía una absoluta admiración hacia el normando. Considerarle su director del sentimiento, «el más grande», es un dato irrefutable a tener en cuenta. También Jean-Marie Straub se pronunciaría en ese sentido, contemplándole como el motor de su pasión (junto a Renoir y Bresson) y dedicación al mundo del cine marcado por las películas que descubrió después de la II GM por el consejo del crítico Henri Agel, proyectadas en el cineclub La Chambre Noire.
Y en cuanto a ecos bibliográficos sobre él, el paisaje no resulta demasiado alentador en libros como el afamado ¿Qué es el cine?, de André Bazin, donde escribía que el Realismo negro o poético «estaba dominado por cuatro hombres: Jacques Feyder, Jean Renoir, Marcel Carné y Julien Duvivier». Olvidando quizá a Grémillon, o no considerándole tal vez con características afines a ellos para formar parte de ese movimiento. En cuanto a El arte cinematográfico (1995), de Bordwell y Thompson, observamos que no existe ni una referencia a él, o en otro posterior llamado Historia del cine (1997), de Sánchez Vidal, donde tampoco es citado junto a los componentes del cine de entreguerras. En un libro tan conocido e histórico como el de Historia del cine (Primera edición en 1969, teniendo en mis manos la reedición actualizada de 2016), de Román Gubern, sólo se le cita aisladamente dos veces con dos películas, sin hacer ninguna referencia más a su estilo, influencia o generación, como sí se hace con Carné, Renoir, Feyder, Clair o Duvivier, con los que compartió etapa. Hay que esperar al más actual Historia del cine. Teorías, estéticas, géneros (2018), de Sánchez Noriega, donde goza de más espacio, enmarcado dentro del Realismo poético y tratado con igual consideración en extensión e importancia que Marcel Carné y Julien Duvivier, quedando en posición destacada y con un apartado exclusivo, Jean Renoir. Sánchez Noriega resalta que ha sido calificado de «un realismo entre la encrucijada del documento y el poema», añadiendo «que se caracteriza por mostrar los elementos documentales de la ficción, mitigar los rasgos melodramáticos, diseñar personajes muy enraizados en su medio social y mostrar la dimensión trágica de la vida cotidiana».
Contactar con la UFA, que se hallaba coproduciendo en los años treinta en Francia, fue lo mejor que le pudo pasar a Grémillon. La poderosa compañía alemana acordó producirle tres películas que revitalizarían su carrera y supondrían un influjo para entrar en su período más fecundo y que le proporcionarían más satisfacciones. Les pattes de mouche (1936), Cara de amor (Gueule d’amour, 1937) con Jean Gabin y Mireille Balin —fabulosa pareja que también coincidía en Pépé le Moko, de Duvivier— y El extraño señor Víctor (L’Étrange Monsieur Victor, 1938). Hasta en el período de ocupación alemana pudo seguir rodando a pesar de las dificultades, aunque eso le supusiera una interrupción y cambio de planes en quizá una de sus mejores películas como es Aguas borrascosas (Remorques, 1941) que empezó el rodaje en 1939, pero se postpuso el estreno hasta 1941.
Sin duda, sería un pionero del Polar francés con La petite Lise (1930) —película de ambiente oscuro y criminal—, unos años antes de consolidarse como uno de los géneros más genuinos del cine francés y también se erigiría como un buen representante del melodrama, muy bien escoltado por guionistas y dialoguistas excelentes de la época como Charles Spaak y Jacques Prévert, que elevarían la calidad de sus historias considerablemente como les pasó a las de Duvivier, Carné, Feyder o Renoir, en las que ese ropaje literario constituía un pilar fundamental.
Volviendo al libro Jean Grémillon et les quatre éléments (2020) —que alude a su último corto André Masson et les quatre éléments (1958)—, éste pretende rendir un homenaje al director que ocupó un lugar apartado, provisto de una originalidad irreductible y una complejidad mayor de lo que parece. Elementos en torno a cuatro ejes como el aire, que alude a su esoterismo; el agua que lo hace sobre lo sonoro (su constante y determinante música); el fuego en cuanto a los conflictos de su tiempo de los que fue testigo y, por último, el eje tierra que nos lleva a su vocación realista y documental. Si bien no se consideraba una persona practicante, en el libro exponen que en un cuaderno de rodaje encontraron la siguiente y reveladora frase: «El hombre no puede vivir más que en un espacio sagrado». Opinión compatible por su curiosidad por lo esotérico, espiritual y oculto que se evidencia en detalles de sus largometrajes y numerosos cortometrajes repletos de algún momento de misterio, de lo invisible que genera fuerzas insondables entre entre el macrocosmos y el microcosmos. Vemos detalles como la casa-capilla salvadora al lado de la playa en Aguas borrascosas, la iglesia derruida donde confrontan sobre su futuro la pareja de L’amour d’une femme, o más evidentes en los espacios de La dolorosa donde parecía encontrarse a gusto. Jacques Prévert comentaría con sentido del humor que algunas frases de la pareja Gabin-Morgan asemejaban oraciones religiosas.
Philippe Agostini, el célebre director de fotografía comentaba en un documental: «Era agnóstico, pero tenía alguna creencia», mientras que el montador Jacques Brilloin lo definía como “herético” y que podía estar contra Dios más que sin Dios. Aunque Jean Grémillon creció en una cultura cristiana, se mantuvo alejado de ella. Sin embargo, era un apasionado de los ritos y liturgias como demuestra su emoción por una procesión de la que fue testigo a su llegada a España para rodar por encargo. En su cine, la respuesta a lo sagrado se expresa por la cuestión en torno al destino o el sacrificio. Aunque se diferencia respecto a algunos de sus coetáneos en que éste no llega por causa-efecto, sino que existen presagios en forma de símbolos, mensajes; no representan un ‹fatum› insalvable, pues surgen con el aviso sutil de signos anteriores o mensajeros visuales y están relacionados con la psicología interna del personaje que, a menudo tiene la posibilidad de elegir para terminar equivocándose. Para Grémillon, subsiste un rechazo al encadenamiento causa-consecuencia.
Ligado a su propensión por manifestar una suerte de espiritualidad en sus trabajos, un detalle singular que llama la atención se formula en cuanto a las profesiones de sus protagonistas. En su cine encontramos un trazado de ocupaciones insólitas o poco comunes como fareros, militares, la medicina, ingenieros, remolcadores, aviadoras, maestras, magos… Un conglomerado de trabajos con el denominador común de la vocación, de ayuda al prójimo, de sacrificio y redención en el que cae alguno de sus personajes. Temática que entronca con esa peculiar delgada línea que le une a un especial halo religioso en su obra. Una de sus grandes preocupaciones fue el misterio humano y alrededor de él edifica muchas de sus historias con un complejo entramado psicológico con base en relaciones imposibles, envidias, hipocresía, libertad, amor, pasión, heroísmo, ambición, dolor y castigo.
Como le pasó a Georges Franju, Grémillon podría ser definido como “el cineasta de lo insólito”, fundamentado por esa arquitectura de guiones y escenarios de carácter inhabitual o por la convivencia en situaciones contrarias a las reglas o costumbres. Por la conjunción fabulosa de la tragedia y lo fantástico. Lo insólito en esos elementos naturales que jalonan su filmografía y que son cruciales como el viento que surge de forma inesperada en algún momento presagiando cambios, insuflando vida, pero también una advertencia hacia lo fatídico. El humo negro potente que se esparce por el océano del barco que vaticina una densa atmósfera de hipocresía y pulsiones entorno a la figura de Daïnah, una chica mestiza, vital, libre y sin prejuicios que pagará por su divergencia y su comportamiento independiente.
La escena del baile de disfraces donde la clase alta viste máscaras monstruosas creo que representa uno de los momentos más decadentes, turbios y ácidos del cine mundial en Daïnah la metisse. O la escena epílogo de Cara de amor, con la especial relación entre dos hombres, muy amigos, que se besan en la mejilla en una escena ambigua en la que ya no les separa la misma mujer.
El mar, siempre muy presente en su filmografía, en consonancia con el cine de Jean Epstein, como en el faro de la película silente Gardiens de phare, la tempestad de donde surge el personaje femenino que desestabiliza la vida del remolcador en Aguas borrascosas o el testigo de la devastación de Normandía que siguió a la IIGM. También como prueba de fortaleza al someterse a su ley en una ventisca para realmente elegir qué quiere hacer con su vida la médica que opera a un marino en un barco en L’amour d’une femme, cuando su novio le resta importancia a su profesión y quiere que la abandone casándose con él. Y podemos ver un mar distinto, gris, reflejando las nubes, calmado después de una tormenta por las algas que yacen en la arena, mientras caminan la pareja protagonista (Gabin y Morgan) en Aguas borrascosas.
Michel Bouquet comentaba en un documental que era un artista visual prodigioso, que Pattes blanches (en la que actuó) era una de las películas formalmente más bellas del cine francés y que fue muy penoso que no tuviera aceptación entre el público. Esa estética tan estilizada, así como la de Cara de amor bebían de Murnau, un director que era una referencia para él y del que El último (Der letzte mann, 1924) y Amanecer (Sunrise, 1927) están muy presentes en ésta última con la pérdida de ‹status› y humillación ligados a un uniforme y la vida peligrosa de la ciudad frente a la rural representada en la chica que lo abandona y busca en París como un pelele. En otro documental podemos observar cómo el mismo Grémillon en un audio habla de la dirección y elección de actores, evidenciando mucho respeto por todos ellos, mencionando a varios, pero insistiendo en la calidad de Paul Bernard, el aristócrata Julien de Keriadec de Pattes blanches y su capacidad para expresar un doloroso pasado con sólo su actitud bajando una escalera. «No hay película sin actores», argumenta Grémillon, destacando los rostros, pero también el contenido de lo que dicen alabando a Prévert y Spaak como dialoguistas. Actores a los que cuidaba mucho y sobre los que Agostini comentaba que tenía un sentido del espacio muy especial facilitando mucho el trabajo de la dirección de fotografía, porque los hacía destacar en una posición lumínica ideal.
Finalizando este estudio, concluir que fue un cineasta de personalidad, ambicioso, al que se le negaron muchos proyectos —entre ellos, uno encargado por el Ministerio de Educación Nacional sobre la Revolución de 1848, que fue cancelado y que, según Michel Bouquet podría haber sido como La Marsellesa de Jean Renoir—; con inquietudes cercanas al feminismo por algunos roles otorgados a sus personajes femeninos menos habituales en esa época. Provisto de una sensibilidad que reflejaba en su obra de forma poco exaltada, refinada, detallista y dotado de una pátina de misterio que inunda la mayoría de su obra. El rotundo batacazo de su último largometraje L’amour d’une femme —al que se negaron las distribuidoras a exhibir, siendo visto casi en la clandestinidad—, fue el peor golpe que desembocó en el fin de sus ficciones, pasando de nuevo al cortometraje, como en sus inicios, donde encontró más independencia y una temática más afín a sus inquietudes pictóricas, literarias y musicales.
Jean Grémillon murió en 1959. La noticia llegó a Cahiers du cinéma casi al cierre, no pudiendo dedicarle nada más que una breve reseña. La coincidencia del día de su fallecimiento con la del gran y querido actor Gérard Philipe, que causó una gran conmoción en Francia, no ayudó en absoluto a su reconocimiento y despedida, quedando eclipsado y silenciado. El presidente de la Cinémathèque française entre 1943 y 1958, el director de grandes obras con un estilo propio, a contracorriente, poco afectado, pero sí poético. El director que creía en un cine accesible a todo el público, nada restringido a élites, moría casi en silencio y quedaba sepultado en el olvido.
Finalizo esta primera parte y les emplazo a una segunda donde desarrollaré algunos de los cortometrajes y largometrajes que me gustan más de él.
Continuación en El cine de… Jean Grémillon (II)
Profesora de Secundaria. Cinéfila.
“El cine es el motor de emoción y pensamiento”