El cine de aventuras regresa a la sesión doble en toda su extensión con un western de Raoul Walsh, Los implacables, que dirigiera en 1955 con la presencia de Clark Gable, Jane Russell y Robert Ryan, y la particular aportación de Cornel Wilde al género con su La presa desnuda, protagonizada por él mismo a mediados de los 60.
Los implacables (Raoul Walsh)
A veces, la aventura en el cine tiene más que ver con la cantidad de sucesos constantes que se dan que en la propia aventura. Este es el caso de Los implacables, una película en la que siempre está pasando algo y es imposible aburrirse, con una acción clara, organizada y consistente que da algunos respiros para sorprender y dar algunos toques de humor a un western tan convencional como único, sobre todo gracias a la presencia de nombres como Clark Gable, Robert Ryan, Jane Russell o Cameron Mitchell en los principales papeles.
Solo para que se entienda a qué me refiero con que no dejen de pasar cosas, este es el argumento a nivel básico: Ben Allison (Clark Gable) y su hermano Clint (Cameron Mitchell) viajan a Montana en busca de oro. Allí, conocen al rico empresario Nathan Stark (Robert Ryan), a quien roban y llevan a Texas. En el camino se encuentran con un grupo a los que quieren comprar ganado, pero cuando quieren volver a partir después de la primera noche, se dan cuenta de que una tribu india sioux quiere atacar el asentamiento. Cuando Ben regresa para advertirles, es testigo de cómo atacan y matan a los colonos. Sin embargo, tiene tiempo para poder salvar a la atractiva Nella Turner (Jane Russell), que los acompaña a ellos y al empresario Stark en su camino, metiéndose en problemas nuevos cuando sus objetivos secretos se superponen y cada uno quiere llevar a cabo su propio plan.
Con un punto de partida que hemos visto a menudo (tras la Guerra Civil americana, dos hombres pretenden conseguir una gran fortuna mientras en el camino surge entre ellos una gran rivalidad por el amor de una mujer), el director Raoul Walsh es capaz de construir no tanto un drama sobre el triángulo amoroso como una aventura que, tomando como base ese triángulo, se dedica a filmar imágenes fantásticas de extensiones grandiosas mientras los protagonistas se enfrentan a distintas aventuras y compiten por una mezcla de varios objetivos y deseos en una historia algo básica, pero muy sólida, sobre las heridas de guerra sin curar en un entorno digno de admirar.
Y si bien los paisajes no son los que hacen una película (he leído por ahí a gente que cree que Sergio Leone tuvo esta película en mente como modelo para sus películas del oeste, sobre todo en el caso del comienzo de Hasta que llegó su hora), uno no puede dejar de pensar en lo que sería ver en una pantalla de Cinemascope a Jane Russell y Clark Gable cabalgando por ahí atacando a los indios junto a 4.000 cabezas de ganado conducidas a través de anchos ríos del Oeste americano. Esto no quiere decir que uno aguante las dos horas de metraje con la misma actitud, pues hay algún que otro momento redundante entre los sudorosos, polvorientos y devotos vaqueros enamorados de Jane Russell, pero la mayor parte de las escenas hacen que todo el viaje valga bien la pena. Sobre todo, porque resulta bastante veraz comprobar cómo debió de ser la vida de un vaquero en la dura pradera, donde la fuerza contaba, donde se trataba de construir algo con tus propias manos, o donde la dura supervivencia del más fuerte es igual de difícil que la del más débil. Y más entretenido si se trata de un intento de robo en medio de la fiebre del oro americana.
Escrito por Alberto Mulas
La presa desnuda (Cornel Wilde)
Cornel Wilde, actor experimentado de Hollywood en los años 40 y 50, dirigió ocho películas, frecuentemente protagonizadas por él mismo, y de ellas, consideraba La presa desnuda como su favorita. En esta aventura de supervivencia en África, Wilde encarna a un guía de safari que huye durante toda la cinta de la amenaza de una tribu de nativos que, tras matar a todos sus compañeros, deciden darle una oportunidad de escapar: en vez de matarlo ahí mismo, le darán caza «como a un león».
Debo decir que me siento en una postura algo ambivalente con esta película. Me gusta y la recomendaría por las cualidades de su cinematografía, su manejo de la tensión narrativa y lo logrado de su tono de pura supervivencia, e incluso por una cierta simpatía que me despierta Wilde en su observación del entorno y, en definitiva, por la pasión que transmite con ello. Por otro lado, es lo que es. Una obra que inevitablemente alude al racismo colonial, y que, dentro de la siempre deleznable presencia de estas ideas en el cine, añade una sensación de estar desubicada, de no pertenecer a su propia época y de ignorar lo que estaba pasando a su alrededor, que no sé hasta qué punto se puede justificar solamente con su pericia y su ingenuidad apasionada.
Escrito por Javier Abarca
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