El cine y la vida en el Líbano
El 4 de agosto de 2020 una explosión en el puerto de Beirut causó la muerte de 218 personas y dejó heridas a casi 8.000. Se cree que tuvo los efectos equivalentes a varios cientos de toneladas de TNT. Se sintió en Turquía, Siria, Israel y Palestina, y se escuchó en Chipre, a más de 240 km de distancia. Fue detectado por el Servicio Geológico de Estados Unidos como un evento sísmico de magnitud 3.3, y se considera una de las explosiones artificiales no nucleares más poderosas de la historia. La mayor parte de la ciudad quedó devastada. Una vez más.
Precisamente por esas mismas fechas, la debutante directora libanesa Mounia Akl estaba a punto de iniciar el rodaje de Costa Brava, Líbano (2021) a partir de un guion co-escrito con la directora española Clara Roquet (Libertad). Y, una vez más, las consecuencias de la enésima tragedia nacional complicaban de manera casi insalvable el proyecto.
En estos bretes arranca el documental de Cyril Aris, con Mounia, las productoras y los técnicos de la película debatiendo sobre cuál es la mejor decisión, ¿continuar o posponer? Interrogándose sobre la utilidad final de su compromiso con la creación artística en un contexto nacional siempre tan adverso, tan desalentador. Porque, por descontado, la catástrofe y sus consecuencias han puesto más de relieve si cabe los problemas sistémicos de corrupción gubernamental generalizada en el Líbano. Y a día de hoy todavía no se han establecido responsabilidades por la explosión —por supuesto, de origen negligente—, las áreas afectadas siguen en ruinas y los fondos de reconstrucción de la comunidad internacional apenas han comenzado a llegar a los beneficiarios legítimos. En consecuencia, las protestas ciudadanas contra el gobierno se extendieron por todo el país y acrecentaron el descontento social que comenzó en 2019. Pero, claro, en un lugar como el Líbano, el desastre viene de lejos.
En 1980, una mujer pasea por el Beirut devastado por la guerra civil. Y se lamenta. «Es mi ciudad.[…].Cada vez que lo pienso, asesinaría». Aris nos invita a viajar cinematográficamente en el tiempo, hasta las poéticas estampas de otro film documental, Whispers, del patriarca del cine libanés Maroun Bagdadi. Como en los siguientes fotogramas en negro sobre los lamentos y el terror de los ciudadanos beirutíes del siglo XXI, las palabras amargas de la poetisa Nadia Tueri en su deambular nostálgico quedan fijadas en nuestra percepción. Aunque —lo veremos—, ella entonces, y todos nuestros protagonistas ahora, no van a cejar en su empeño.
Mounia Aki inspecciona el piso franco de la película invadido por los escombros y los cristales, y visiblemente saqueado. Ironiza con un asistente «No se han llevado nada de la película. A todo el mundo le importa una mierda» —y este le corresponde con una anécdota sobre un robo en casa de Pablo Picasso—. El equipo técnico al completo, con algún miembro significativamente herido en un ojo, decide seguir adelante según la planificación prevista. La directora es la más firme partidaria —Francis Ford Coppola también lo fue; y su Apocalypse Now saldrá a colación jocosamente en un determinado pasaje—. Para ella posponer es cancelar, porque Costa Brava, Líbano es su aventura personal. Como la de la familia protagonista de su película, Walid y Soraya Badri, encarnados por dos de los intérpretes más carismáticos del cine árabe, la también directora libanesa Nadine Labaki (Caramel, Cafarnaum) y el actor palestino Saleh Bakri, que decidieron escapar de la contaminación tóxica de Beirut con sus hijas Tala y Brocal, para construir un refugio edénico y autosuficiente en las montañas, lejos del mundanal ruido. Pero como en tantas otras metaficciones cinematográficas, los residuos materiales y metafóricos volverán a alcanzarlos. Exactamente igual que le está ocurriendo a Aki en su ruinoso set de filmación, mientras las calles arden de indignación.
En tales circunstancias se irá incorporando el cuerpo actoral, Conoceremos entre juegos a las encantadoras hermanas gemelas que dan vida a la pequeña del clan, veremos ejecutar estiramientos de relajación a la hermosa Labaki, o informar por vía digital a Bakri sobre su retención en un aeropuerto de Turquía a causa de su pasaporte no formal, para terminar interrogando a la cámara «¿Alguna vez seremos ciudadanos respetados en nuestros países?». Y entre infecciones víricas y confinamientos, el tiempo de rodaje concluye, y unos y otras le confiesan a Aris la sensación de felicidad que habían sentido mientras trabajaban para sacar la película adelante —una productora llega a afirmar que era su única razón para salir de la cama cada mañana—, como en una terapia colectiva. Por supuesto, las dificultades continuarán durante las labores de postproducción. El suministro eléctrico sigue suspendido intermitentemente —las cenas a la luz de las velas proliferan—, el combustible escasea, y el caos en los suministros que acompaña a Beirut alcanza su máxima expresión.
Pero la impronta creativa también. Ya lo habíamos adelantado, Por esa razón el film de Aris nos vuelve a llevar al pasado, a la noche hedonista beirutí que bailaba sin freno, que intentaba atrapar la vida —la fiebre árabe, lo llamaron—, de nuevo en aquella obra de Bagdadi, «Todo el mundo es tan hermoso. Cada mujer es una mariposa. Cada hombre es un príncipe», vuelve a recitar Tueri. Y el director toma la palabra «No quieren que los occidentales piensen que estamos bailando en el borde de un volcán». Esa misma resistencia vital es la que impregna la emocionante conversación de la directora enervada de rabia con su padre. Mientras ella le confronta la tragedia y la humillación del pasado y del presente, él continua resintiendo: su mayor preocupación es el olvido. ¿Y a dónde vamos a irnos? le pregunta a su hija. Otra vez la misma cuestión que Walid le había planteado a su mujer en la ficción, ante la duda eterna de poner tierra de por medio para siempre. Y otra vez, la última, el cine precedente atestigua la locura libanesa, «Porque rechaza morir. Porque a pesar de todo, quiere vivir», y le sirve a Aris para enarbolar un discurso documental intrínsecamente unido a la raigambre artística y socio-política de su país, reconocido con el premio del público en la pasada edición de la Mostra de València, que por medio del arduo trabajo de una colega y su gente, reivindica el esfuerzo colectivo frente a la más delirante adversidad, el vitalismo impenitente contra la rendición. En el cine y en la vida. Y ya sabemos cual es la manera, bailando en el borde de un volcán.
«El Cine es más hermoso que la vida.»