La dificultad para asumir los traumas que experimentamos puede mediatizar toda nuestra existencia. Sólo a través de su reconocimiento podemos siquiera empezar a considerar la posibilidad de sanar y distanciarnos de ellos, construyendo una identidad propia aún teniendo en cuenta nuestro pasado. Los abusos y la violencia sufridos en la infancia pueden determinar terribles comportamientos en sus víctimas, transformándose en victimarios que transgreden las normas básicas de nuestra convivencia. Es lo que ocurre con asesinos o agresores sexuales en serie. Los viajes fílmicos al interior de las mentes de estos individuos resultan siempre fascinantes. La reciente Bruno Reidal (Vincent Le Port, 2021) se encarga de determinar la propia acción sanguinaria de su protagonista como acto que define por completo el resto de su vida, a través de todos los hechos que llevan a ese preciso instante. En la serie Mindhunter (Joe Penhall, 2017) se exploraba los comienzos de la utilización sistemática de la psicología para crear perfiles criminales que permitieran comprender los orígenes de estos delincuentes y su tipología.
What Remains (Ran Huang, 2022) se distancia de estas aproximaciones, llevando el foco los mecanismos de la mirada sobre ellos a partir de la relación entre la psiquiatra Anna (Andrea Riseborough), el policía Soren (Stellan Skarsgård) y un interno de un hospital, Mads (Gustaf Skarsgård). ¿Cuáles son las expectativas respecto a este tipo de enfermos, con identidades y memorias fragmentadas, incapaces de recordar fielmente amplios períodos de su historial personal? A través de las entrevistas y los interrogatorios, los traumas propios de estos representantes de las instituciones se combinan con los del paciente. La manipulación a la que ha sido sometido le hace confesar crímenes que no sabe cómo ni por qué ha cometido. Los mecanismos de la culpa, el arrepentimiento y el estrés postraumático alienan y descomponen su mente, que proyecta los abusos sufridos a través de las imágenes que otros crean en su cabeza, a partir de lo que esperan que sea la solución al enigma de la violencia subterránea, indetectable a simple vista, que deja un rastro de atrocidades sin respuesta ni explicación.
La música de carácter atmosférico ayuda a configurar un tono que captura la extrañeza y las inquietantes revelaciones que Mads descubre o desvela de sí mismo, mientras la cámara cambia el punto de vista del relato para seguir a sus interrogadores, que sufren en sus vidas los efectos de unos traumas ocultos que influyen —sin que ellos mismos sean conscientes— en los vínculos que crean y mantienen con los demás. En la puesta en escena destaca el uso de la profundidad de campo para los entornos, definiendo líneas de perspectiva a través de elementos arquitectónicos con gran sobriedad, que junto al uso recurrente de reencuadres, expresan el ambiente opresivo y la gravedad psicológica que soportan los personajes a partir del espacio negativo. La fotografía, con una paleta de colores apagados, la fragmentación de los cuerpos y el desenfoque de los rostros de los protagonistas en las escenas de diálogos cuando escuchan al otro, sugieren visualmente el extrañamiento y la manipulación que supone la perspectiva subjetiva proyectada sobre el otro en las relaciones interpersonales, que traspasan el límite de la codependencia.
El fenómeno de transferencia y el conflicto por determinar la verdad a partir de recuerdos, sueños y percepciones afectadas por deseos internos y externos llevan a Mads a ser la explicación más sencilla para los terribles crímenes, las desapariciones y el dolor de los familiares de sus víctimas, inconsolables. Pero ¿qué ocurre si Mads es simplemente una víctima más de una sociedad incapaz de aceptar su condición de enfermo, una condición que compartiría con infinidad de otras personas, que se hacen pasar por ciudadanos plenamente funcionales cuando en realidad no lo son?
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.