Regresamos a la ‹Nouvelle vague› en nuestra sesión doble con dos títulos de dos grandes cineastas: Louis Malle, que realizaba su segundo trabajo en el campo de la ficción a finales de los años 50 con Los amantes, y un Éric Rohmer que firmaba (también) su segundo largometraje a finales de los años 60 con La coleccionista.
Los amantes (Louis Malle)
Louis Malle acababa de presentar al mundo uno de los hitos de su portentosa carrera como cineasta, la excepcional Ascensor para el cadalso (1958), cuando casi inmediatamente se embarcó en un proyecto sustancialmente diferenciado —sin duda una futura constante en su trayectoria—. Si en su deslumbrante pieza de debut ensayó una original —y claustrofóbica— aplicación de los mimbres del ‹noir› a un contexto socio-económico empresarial y holgado, muy alejado de los bajos fondos más idiosincráticos del género, en esta ocasión se va a volcar en la disección de la viciada vacuidad de la burguesía francesa de provincias desde un planteamiento igualmente innovador, rupturista con el clima amoral dominante, el de la pura pasión amorosa.
Porque cuando nos presente a su rutilante y hermosa protagonista, encarnada otra vez por la excepcional actriz francesa Jeanne Moureau, a pesar de tanta sofisticación, como espectadores solo contemplaremos la distancia abisal, el hastío. Jeanne Tournier vive en una casa solariega en Dijon con su marido Henri (Alain Cuny), un hombre frío y distanciado de su mujer, que dirige el periódico local. Ella huye del sopor visitando en Paris a su amiga de la infancia Maggie (Judith Magre) cada dos semanas, a instancia de su mismísimo esposo. Allí ya ha conseguido a su amante español, Raul Flores (el curiosísimo aristócrata José Luis de Vilallonga, una vez más en estos negocios), de profesión jugador de polo.
Y así comienza la narración. Con la opulencia burguesa de un partido de polo parisino, en el que Raul juega, y Jeanne y Maggie lo contemplan. Antes Malle parecía querer introducir su planteamiento originario y premonitorio, en esos primeros planos que sostienen los títulos de crédito y emulan una antigua cartografía fluvial. La ‹carte de tendre› es un mapa imaginario de las relaciones afectivas del siglo XVII, que apareció originalmente en la novela Clélie, de Madeleine de Scudéry. Tendre es el país soñado del Amor, bañado por el río Inclination; su orilla derecha representa la razón, la izquierda, el corazón; en un extremo del plano está “el mar peligroso”, y un poco más arriba, están los territorios desconocidos; cuando más te alejas de las orillas, más se diluye el sentimiento; sin embargo, si te dejas deslizar por el dulce discurrir del agua, podrás transitar todas las etapas del sentimiento amoroso.
Esta ‹carte amoureux› no fue la única fuente de inspiración remota de Malle. También tomó un relato libertino del siglo XVIII de Vivant Denon, Sin mañana (Point de lendemain), sobre una condesa y su noche arrebatada de pasión con un hombre más joven, que adaptó junto a la escritora Louise de Vilmorin. Así, entre una escapada y la siguiente de Jeanne a la urbe, encerrada en esa espiral de insatisfacción modulada, entrará en escena el vector narrativo del relato. En la carretera, un hombre joven, Bernard (Jean-Marc Bory), de origen burgués pero hastiado de esa vida y románticamente dedicado a la arqueología, la llevará a su casa y hasta un registro vital desconocido, el de la carcajada incontenible, ante la atónita mirada del marido y los visitantes. Y terminará compelido a pasar allí la noche y a asistir en consecuencia a la cena siniestra con el cuarteto de la muerte.
Con la noche, en el claro de luna, Jeanne no podrá contener ya el impulso amoroso. Bernard tampoco. Y el film se sumergirá con los amantes en el torrente del amor arrollador, carnal, casi onírico, pletórico de apasionamiento, que la cinematografía panorámica de Henri Decaë logra capturar en su lirismo nocturno. El romance y el erotismo invaden la pantalla —por cierto, la película fue un escándalo en los tiempos de su estreno, y llegó a estar prohibida en varios países; también fue galardonada con el Premio Especial del Jurado en Venecia—. Casi al final, ese instante frente al espejo, que nos hace dudar de todo. Sin duda, Malle hizo gala una vez más de su singularidad dentro de la ‹Nouvelle vague› para entregar un film muy especial en su rupturismo.
Escrito por María Verchili
La coleccionista (Éric Rohmer)
La coleccionista es la tercera película inscrita en los denominados Cuentos morales de Éric Rohmer. Aunque para ser más precisos casi que podría ser el primer largo dentro de esa serie del director francés ya que sus dos anteriores trabajos no son sino cortos, casi de exploración, de temáticas y despliegue formal que se vería a posteriori. No deja de ser curioso que ya en el primer grupo de películas de Rohmer ya está creando lo que posteriormente sería la saga de los Cuentos de las cuatro estaciones. Lo interesante al respecto es que normalmente la visión, la evolución si se quiere de los directores, suele ir de lo dulce a un enfoque algo más cínico. En el caso de Rohmer es al contrario. En esta especie de Cuento de verano que sería La coleccionista hay una visión, quizás no cínica, pero sí quirúrgica, distanciada, casi como un estudio científico de las relaciones humanas.
Esta es una obra en tanto que en su puesta en escena se apuesta por ciertos dejes teatrales, donde Rohmer describe las relaciones amorosas, o mejor dicho sexuales, entre varios personajes. La palabra describir quizás es la más acertada ya que el director francés se limita a observar y a plasmar. De hecho, con esta posición, parece poner de manifiesto su voluntad de ser mero transmisor de una realidad, de un signo de los tiempos aunque dejando bastante claro la antipatía profunda que le genera todo ello. En este sentido, sí que hay un dibujo de personajes que puede llevar a equívocos. Demasiado a menudo se ha acusado a Rohmer de intelectualismo, de racionalidad por encima de la emoción cuando en realidad esta intelectualidad esta plasmada de forma irónica, con un deje de desprecio, de reflejo de unos protagonistas ensimismados, incapaces de salir de sus propios egoísmos y pulsiones.
Así, La coleccionista se despliega en forma de juegos psicológicos, de manipulación y de incapacidad de amar más allá del amor a uno mismo en el peor sentido egoísta del término. Pero no estamos ante una película juguetona, o de celebración de los cuerpos o una presunta libertad sexual. Todo lo contrario. La luminosidad del lugar, el hedonismo asociado al paisaje y la temperatura se convierten en un contrapunto al temperamento gélido de sus personajes. De hecho, la idea del confinamiento, de unas vacaciones en un lugar aislado funciona como propio reflejo del encierro mental y espiritual, por así decirlo, que cada uno de sus protagonistas sufre. Un juego que pivota en la idea del vencedor y el perdedor y de cómo sacar ventaja en todo momento de cualquier elemento al alcance.
Si estamos ante un cuento moral, se supone que Rohmer pretende dar una lección al respecto de lo que narra. En este caso, el director francés no se posiciona en absoluto. La moralidad (o la falta de ella) deja la interpretación en manos del espectador. Lejos de esa ‹Nouvelle vague› implicada en el seguimiento casi obsesivo de sus personajes a nivel íntimo, Rohmer se posiciona como mero cronista de la realidad, de las miserias y necedades humanas. El reflejo de una modernidad que más parece un bucle, un laberinto del vacío emocional del que no se puede salir.
Escrito por Àlex P. Lascort