El estilo de Juanjo Sáez es tan característico que resulta casi imposible no distinguirlo: trazo sencillo, colores planos y una expresividad que aparece incluso en rostros que ni siquiera suelen contener fisonomía alguna —en ocasiones asoma una boca, las veces los ojos, pero es habitual que sus personajes se perciban sin apenas rasgos—. Rostros que no es necesario delinear ante un sentido del humor blanco pero un tanto gamberro y una mirada tan enternecedora como adecuadas son las voces que otorgan la medida adecuada a sus personajes. Algo que el historietista e ilustrador catalán ha sabido encontrar y personalizar en una serie de propuestas, primero fue Arròs covat (o Arroz pasado) y más tarde llegaría Heavies tendres, que acogen el carácter de una animación única, autobiográfica en el caso del film que nos ocupa (y que es, en efecto, adaptación de la serie homónima), pero ante todo universal, capaz de condensar con una facilidad inusitada etapas vitales y vínculos de toda índole sin necesidad de forzar la máquina, siendo tan sincero, llano y libre como para no precisar trucos de ningún tipo.
Carlos Pérez-Reche y Joan Tomas Monfort, ambos vinculados al mundo de Sáez, de cuyas series habían realizado algún episodio, toman el testigo en este largometraje que se encarga de narrar las desventuras de Juanjo y la amistad que trazará con Miquel a raíz del lazo surgido en torno a la música heavy. Ambos componen un mosaico donde los sinsabores de la adolescencia, de esa chica que te hacía tilín en el instituto, a los siempre presentes problemas familiares, ya sea en un ámbito u otro, se persona como cincel para dar forma a una crónica que, además de posar su mirada en la relación que sostendrán los protagonistas, evoca una época, en este caso los 90, y todo lo relacionado con la misma —menuda joya ese esbozo sobre las tribus urbanas de la etapa—, pero no desde un punto de vista de nostalgia rancia y antojadiza, pues Heavies tendres se permite tanto realizar chascarrillos sobre la realidad de aquellos días como trazar homenajes tanto al cine como a la música que se consumían —y aquí sí que me veo obligado a realizar un paréntesis ante ese momento maravillosamente concebido con Sonic Youth y Hal Hartley como trasfondo—.
Pero Heavies tendres no juega todas sus bazas a una historia que, en realidad, implementa un esquema elemental, tanto desde su narrativa como mediante una banda sonora que sabe cuando debe puntear determinados instantes y cuando ser un mero acompañamiento del lienzo dibujado por los cineastas; como decía, pues, la cinta entiende su elección estética como una oportunidad por dotar de la expresividad oportuna a cada marco: basta con observar cómo esas viñetas que componen los distintos escenarios crecen o menguan según la necesidad o estado del relato para advertir que la simpleza que presuntamente asoma en Heavies tendres no es sino una lectura perfecta del medio. Pero lejos de cualquier complemento que pueda perfilar las aristas de cada pequeño recoveco de esa crónica, estamos ante una obra que, con poco, consigue trazar un marco repleto de sentimiento en el que cada gesto cuenta y donde, ante todo, la amistad no se dirime como un momento idealizado o particularmente radiante, sino como un camino en el que también asoma la contrariedad puesto que, al fin y al cabo, es cosa de dos, de circunstancias o de estados… o como dice muy acertadamente Miquel en una escena de Heavies tendres: «Lo siento, Juanjo, sé que a veces puedo ser un gilipollas».
Larga vida a la nueva carne.