Regresamos a la ‹road movie›, uno de esos géneros por excelencia en el que uno no se cansa de indagar, y lo hacemos mirando a dos grandes nombres, el de Jacques Tati, uno de los ineludibles de la comedia francesa, que en 1971 dirigía Tráfico en su particular aportación al género, y el de Aki Kaurismäki, que también hizo su contribución con Agárrate el pañuelo, Tatiana, donde contaría por última vez con la presencia del inestimable Matti Pellonpää.
Tráfico (Jacques Tati)
Las pocas veces que me he enfrentado a una ‹road movie› con visos a escribir sobre ella, me he sentido un poco farsante. El hecho de no haberme siquiera planteado la posibilidad de sacarme el carné de conducir hasta ahora, y cada vez teniéndolo más claro, me pone en una posición lejana a la hora de valorar ciertos elementos que pueden ir más allá del cine como tal y van más acá relativas a la conducción, los coches, otros vehículos motorizados y la carretera. De ahí que me haya parecido ver en Tráfico un punto en común con Monsieur Hulot (y puede que también con Jacques Tati) en la posición que ambos tenemos en la carretera (cuando toca que estemos en ella): la de ser los copilotos.
Aunque hace mucho tiempo que no ocupo esa posición (quizás desde antes de pandemia), tengo un recuerdo bastante vivo de lo que era estar ahí, y se parece mucho a lo que uno siente y ve si acompaña a Tati en la última película protagonizada por el desgarbado Monsieur Hulot. Como en otras obras previas en su carrera, su principal virtud está en la observación. A veces crítica, a veces fascinada, a menudo adelantada a su tiempo, siempre con un punto de lentitud que contradice el mundo que representa, nunca imperfecta en términos visuales, y prácticamente mudas.
¿Qué es si no ser copiloto? Observar, acompañar al conductor o conductora para que el trabajo sea lo más cómodo posible (le guste o no conducir), estar atento para lo que necesite y, cuando ya no queda mucho más de lo que hablar y la música o la radio cumplen la función de entretener la mente, luchar por sobrevivir al sueño que provocan tanto el ruido del motor como el masaje que te da en su traqueteo, y eso sin sumar otros elementos del ASMR de cada uno como pueden ser los parabrisas (cuando llueve), el viento si tienes las ventanillas un poco bajadas o incluso el sonido intermitente del intermitente.
De ahí, Tati es capaz de mostrar todo lo bueno y todo lo malo que implica estar en un coche. En la parte buena, que te lleva a donde quieres en un tiempo breve en comparación con otros transportes, que te da un espacio personal bastante amplio (aunque tampoco es especialmente cómodo) y que, si te gusta conducir o te relaja, eso que te llevas. Por la parte mala, todo lo terrible: los atascos, los riesgos que implica (accidentes, quedarte tirado en la nada, los peajes, saltarte una salida…), el estrés que supone y, sobre todo, en esta ‹road movie›, los enormes tiempos muertos. Esos momentos tan manidos (nunca mejor dicho) que se terminan resolviendo con un dedo bien profundo en la nariz, o echando un vistazo a los que pasan por la acera, dando unas buenas caladas a los cigarrillos o mirando ciegamente un semáforo.
No diré que Tráfico es una anti-‹road movie› porque ofrece los elementos de una, dado que el coche y el camión protagonistas casi nunca paran de rodar, pero el título de la película es mucho más representativo de lo que nos vamos a encontrar y, como tal, yo me he sentido mucho más cerca de la experiencia que con otras cintas más clásicas dentro del género. Sobre todo, porque aquí no hay un aprendizaje paralelo a la experiencia. Y, si a eso añado que he podido ver de nuevo a don Hulot haciendo alguna de las suyas (sin ser yo muy fan, pero tampoco ‹hater›), me quedo bastante contento con este imaginativo viaje repleto de caos, desorden y percances.
Seguramente Tráfico es menos deslumbrante o melancólico que otros trabajos previos donde las capacidades inventivas y de diseño eran tan altas que yo hoy no sé distinguir si Tati se anticipaba en el tiempo o simplemente reproducía lo que acababa de aparecer en la sociedad de su momento, pero aun así se acerca a ese nivel y a esos mundos donde las pequeñas cosas son en realidad las auténticas sorpresas, donde todo funciona como un Buscando a Wally con grandes y cuidados escenarios que, en apariencia inmóviles, muestran una serie de gags diferentes en los que puedes perderte de una manera singularmente mordaz, aunque casi nunca cínica, con su punto de crítica, mala leche y benevolencia repartidas por cada una de sus escenas a partes iguales.
Escrito por Alberto Mulas
Agárrate el pañuelo, Tatiana (Aki Kaurismäki)
Con Kaurismäki uno siempre acaba borracho. Da igual que sea del néctar etílico del que se atiborran sus personajes; o de esa extraña felicidad que anestesia al espectador de una forma maravillosa; o incluso de la sonrisa típica del ebrio campechano y despreocupado, esencia genuina que vagabundea en todas sus películas y que doran ese infantil y a la vez profundo narrador. No hay estruendo en esta filmografía vitalista: solo comedia y tragedia languideciendo y surfeando en pequeñas ficciones que, como algunas píldoras farmacéuticas y otras substancias, endulzan y aligeran nuestras “altibajas” existencias. Y cuando no las edulcoran, por lo menos hacen más comprensibles (y, por lo tanto, más digeribles y soportables) nuestras pequeñas derrotas. Esto pasa incluso en los títulos que aparentan (solo aparentan) un desvío, como es el caso de Agárrate el pañuelo, Tatiana, de 1994, donde el finlandés se embarca en una ‹road movie› para nada rupturista en su filmografía. Más bien lo contrario, pues esta historia no ornamenta, ni sirve como excepción, ni exotiza su trayectoria, sino que precisamente conserva y defiende con uñas y dientes una cinematografía que sirve como manifiesto proletario, humanista y popular a la vez que muestra, una vez más, como el pequeño cine (con sus particularidades y artefactos localistas) puede quebrar toda barrera cultural para acabar asumiendo alguna función reparadoramente universal.
En Agárrate el pañuelo, Tatiana el cineasta se sube al coche, cámara en mano, con Valto y Reino, que encarnan dos de sus actores fetiche (Mato Valtonen y Matti Pellonpää respectivamente). El primero abandona el confort incómodo de su hogar para recorrer asfalto y ver pasar los kilómetros casi en absoluto silencio, en una especie de proceso místico que inicia con Reino, mecánico de profesión, alcohólico de vocación. Un dúo extraño y simpático que, por el camino, encuentra otra pareja, esta vez femenina. Ellas son Tatiana, proveniente de Estonia, y la rusa Klavdia, que en algún momento explica que ha dejado atrás a su marido. Cabalgamos en una ruta sobre ruedas con estos cuatro personajes que escapan, quijotescos, quién sabe de exactamente qué. Tampoco importa: es precisamente lo errático del viaje, el viaje en sí mismo. Un viaje certificado por el vértigo incesante, que estimula e incentiva el anhelo de libertad, la búsqueda de un horizonte de salvación. «True Love Will Find You in the End».
Sin embargo, este título renuncia a lo canónico de la ‹road movie› y se agarra como un clavo ardiendo a las características autorales y a la narrativa excéntrica del director. Formalmente, eso es lo más inmediatamente visible y notorio: las secuencias se rompen y se interrumpen, suena el ‹rock’n’roll› diegético que empapa sus películas y se intercambian las escenas atolondradas de conducción y carretera con los primeros planos del interior del coche, de las paradas en moteles, de detalles de manos pesadas, de miradas abatidas, de habitaciones cochambrosas y cigarros a medio consumir. En segundo lugar, se palpa esa deleitosa tensión atmosférica que no aprieta, sino que anestesia. Todo, embadurnado en el fundido en blanco y negro que, más que nostalgia o peso dramático, dota el relato de una antigüedad arcaica, rozando lo sacro.
Así es como los cuatro protagonizan un doble ‹tête à tête› grácilmente no correspondido. Es crucial lo de grácil: incluso el conflicto en Kaurismäki es apetecible, agradecido, figurativo. Y de nuevo, en ese ademán nada forzado, el maestro elabora una aventura afable pero también subversiva que, pese a los trazos de absurdo, tiene todo el sentido del mundo y gana validez con los años. Invierte los roles: los hombres, lacónicos, casi impasibles y pasivos, se mantienen en un segundo plano. Las dos mujeres, en cambio, empoderadas, prueban las distancias, seducen, juegan, emprenden la comunicación (en el sentido oral, casi inexistente en todo el metraje). Agárrate el pañuelo, Tatiana va de eso, de la no necesariedad del contacto verbal como condición para consensuar una relación humana pura, sencilla y agradable. No hace falta. La película empieza como acaba: con Valto cosiendo. Kaurismäki teje, también, sus cuentitos conmovedores a través de los hilos de sus criaturas. Aunque, lejos de ser marionetas, el cineasta enseguida corta sus lazos y los deja campar a sus anchas por escenarios que él enciende pero que luego, junto a nosotros, también descubre.
Escrito por Agus Izquierdo