El proceso de exploración de una rinoceronta durante una de las etapas de su embarazo, la limpieza de un estanque de pirañas donde las protagonistas observan de cerca, un grupo de monos buscando resguardarse de la lluvia en un pequeño refugio… Andreas Horvath teje puñado de imágenes insólitas que precisamente se aproximan a dicho término desde un contexto de lo más inusual, y es que el cineasta y fotógrafo austriaco nos sumerge en las entrañas de un zoo con la particularidad de hacerlo durante el confinamiento que tuvo lugar hará ya casi cuatro años debido a la pandemia provocada por el Covid-19.
Horvath retrata de este modo el interior de un zoológico desde una perspectiva atípica, tanto para el espectador como para los propios animales allí confinados (tiene su ironía, la cosa, dicho sea de paso), pues la única presencia humana en el lugar es la de los empleados que se encargan de alimentar y cuidar a sus moradores, así como limpiar las celdas del recinto. Una presencia que, en ocasiones, se torna directa por motivos obvios, pero que la mayoría del tiempo permanece invisible, realizando tareas que los habitantes de ese zoo perciben de una forma colateral, encontrando así un resquicio mucho más apacible desde el que afrontar el día a día.
Zoo Lock Down se cimienta mayormente sobre planos estáticos, que acompañados por una música muy expresiva —la cual irá expandiendo su influjo sobre el film a medida que avance el metraje, llevando los cuadros concebidos por el cineasta a espacios cercanos a otros marcos genéricos—, despliegan un artefacto capaz de generar todo tipo de contrastes y expresiones. Ya sea a través de la superposición de imágenes generada tanto por los reflejos y cristales que predominan en el lugar, o por el modo en que Horvath juega con los fundidos y encadenados, que en ocasiones logran resignificar esas estampas condensando una belleza extraña, y captando una fascinación muy representativa de un momento poco ordinario que el cineasta consigue capturar más allá de la elección de un encuadre. El montaje emerge así como uno de los principales valores del film, tanto integrando con intencionalidad cada sonido —desde la BSO a un ambiente que también juega su papel— para comprender un tono propio, como otorgando matices al relato a partir de algunas imágenes —para muestra esos minutos finales y la presunta vuelta a la “normalidad”—.
Andreas Horvath, documentalista contrastado que dio un paso más en su carrera con su debut en la ficción, El viaje de Lillian —curiosamente producida por Ulrich Seidl, otro cineasta muy cercano a los efluvios del documental—, recoge así un testimonio al que merece la pena acercarse. Y es que en la mirada del cineasta, que se aproxima a un cine más bien observacional, hallamos algo más que una documentación al uso sobre el momento, emergiendo una confluencia para con la imagen que deviene elemental para capturar ambientes, atmósferas e incluso modulaciones que se antojan impropias de un lugar como el que retrata el cineasta, pero en las que condensa una excepcionalidad desde la que comprender uno de esos instantes ya imborrables en la memoria reciente a partir de un espacio inimaginable que, sin embargo, se transforma en el punto desde el que experimentar de alguna mantera lo que supuso aquel confinamiento mediante un prisma donde la invasiva huella del ser humano se reduce en un tan misterioso como cautivador mosaico.
Larga vida a la nueva carne.