Un pueblo, una creencia, la necesidad (siempre dudosa) de sobrevivir. Cuando acecha la maldad rompe cualquier límite narrativo en una película que da mil vueltas a su propuesta inicial para mantenernos agarrados a la más impactante desesperanza. En un momento en que parece algo secundario apostar por el terror puro en el cine, propuestas como la argentina son recibidas con una alegría insana porque, aunque no se ciñe a un solo género, el miedo (siempre tan unido a la maldad) es inevitable.
Adentrándonos en lo rural, comenzamos a seguir a dos hermanos muy particulares. Toscos, de pocas palabras, en apenas unos minutos se topan con un cadáver desmembrado y las sospechas comienzan a palpitar. Esa idea de enrolarnos en un escenario apartado con evidentes roles jerárquicos y sociales son un punto de partida idóneo para lo que está preparando el director. Demián Rugna sabe transitar por universos desconocidos sorprendiendo a cualquiera que se acerque a sus películas. Es evidente que la madurez llega con Cuando acecha la maldad, con la que sabe conectar escena tras escena “shockeante” desde este intrigante y gráfico inicio. Es así como el thriller se mezcla con las creencias más arraigadas en la tierra sobre una posible posesión demoníaca en el seno de una familia con pocos recursos. En ese preciso momento las posibilidades se expanden y comienza el ‹rock&roll›. Contemplamos expectantes cómo, en contra de la lógica o de las propias creencias ancestrales de la zona, todo se desmadra con el simple traslado de un joven deformado y purulento a los confines del terreno que dominan estos hombres y su patrón. Lo que debería ser una situación resolutiva se convierte en el desencadenante de la locura, y es tal cual, pues las muertes, de lo más gráficas y sorprendentes, empiezan a perseguir a los protagonistas. Desandando lo avanzado, Demián Rugna no tiene ningún miramiento a la hora de exponer esa maldad que nos persigue desde el título, tanto da que sea una embarazada que una niña, el salvajismo no conoce las medias tintas, porque la excusa de tener al mismísimo diablo pisándote los talones da mucho juego.
Aunque todo suceda en unas pocas horas, sí hay muchos kilómetros que recorrer con los restos de esta familia, algo desestructurada, de la que conocemos algunos apuntes que lanza al aire el director, y que conforma sus personalidades frente a la adversidad. Es curioso como se alimenta un pasado y unas relaciones entre personajes para afianzar su realidad sin que realmente sea algo de vital importancia, pero que nos confirma ese esmero y estudio de cada uno de los pasos que da el guion, consiguiendo que cada mínimo giro de dirección sea un vuelco vertiginoso para el espectador —literalmente era imposible no pensar en algún momento “no será capaz de hacer algo así” y, evidentemente, superaba las expectativas—.
Aunque parezca que la oscuridad se apodera del relato, hay que agradecer que, una vez ya todo estaba pasadísimo de vueltas, haya espacio para el humor —con el personaje de la madre—, para las risas nerviosas e incluso para apoderarse de una de las máximas del terror: siempre sospecha de la inocencia infantil —para ello deja una frase para el recuerdo: «A los niños les gusta la maldad y a la maldad le gusta los niños»—.
Cuando acecha la maldad es una excesiva y a la vez calculada maniobra a la que no le sobra ni un solo minuto, donde la caída en picado de ese hombre de mediana edad que se encuentra en medio del caos es capaz de removernos por dentro. Toda una experiencia llena de sobresaltos y geniales contrapuntos que sabe expandir el infierno en la superficie.