Los primeros planos de El custodio sirven para poner el foco sobre la figura que protagonizará el debut de Rodrigo Moreno, de estreno con su último largometraje, Los delincuentes, quien sigue los pasos de Rubén, un custodio (o lo que vendría a ser lo mismo, un escolta) que vela por la seguridad de un ministro argentino.
Empleando un aparato formal que toma el plano como herramienta articular, ya sea estableciendo cierta distancia, realizando juegos focales o elaborando algún que otro ‹travelling› de seguimiento de lo más pertinente, el cineasta argentino concreta los pasos de un personaje habitualmente fuera de foco que, para la ocasión, centraliza toda la atención durante los primeros minutos del film que nos ocupa, poniendo de relieve no solo quien será el protagonista —algo que parece evidente desde el propio título de la obra—, sino también remarcando una rutina que, en los títulos de crédito, el cineasta repite de nuevo mediante un plano cenital: la acción ha permanecido invariable y en este caso solo ha cambiado el espacio y la perspectiva. Una forma de revelar cierta reiteración sin transmitir una sensación de monotonía que, dadas las características del relato, no sería lo más congruente. Y es que puede que la existencia de Rubén, un ser que se nos muestra ya desde esos primeros instantes, cuando se prepara adecuadamente para afrontar un nuevo día, como solitario y alejado de casi toda interacción —poco hay más allá de la relación con su hermana y esa celebración de cumpleaños que arranca en un sórdido almacén con un inesperado regalo y termina en una confrontación con los dueños del restaurante chino donde se había reunido con sus seres más cercanos—, pueda terminar resultando monótona, pero Moreno focaliza sobre el periplo del protagonista de una manera muy distinto, pues al fin y al cabo no busca sustraer y exponer esa monotonía, sino más bien una suerte de mundanidad, de hastío que queda reflejado en lugares como un frankfurt de barrio o una habitación donde paliar necesidades en una secuencia que termina de un modo ciertamente amargo; un hastío, en definitiva, que empieza y acaba en esa rutina amplificada por las dinámicas de poder, que terminan llevando incluso lo íntimo a un espacio público desde el que realizar chascarrillos.
Rodrigo Moreno dibuja un personaje que, sin embargo, posee un desarrollo común dentro de sus límites, de su privacidad, que no gusta ver alterada, y ya sea bien por omisión o por falta de desarrollo de un contexto emocional, se podría decir que estamos ante la historia ordinaria de un tipo ordinario. Algo que el cineasta va completando con detalles, como en la primera visita a su hermana, que es precisamente cuando conocemos el nombre del protagonista, o ante un encuentro casual ya en el último tercio de film, dotando de una dimensionalidad distinta al relato. Esa información que se va filtrando pertinentemente, no obstante, llega tanto desde los escasos diálogos de que dispone la cinta, como desde lo visual, que sirve como parapeto al argentino, y que además es expuesto desde un lenguaje inteligente y audaz. Solo es necesario, en ese sentido, contraponer dos imágenes donde el foco difumina de forma necesaria algún personaje: la primera de ellas, en un ascensor cualquiera, en el que el único rostro divisible es el de Rubén; el segundo, justo después de una atípica petición por parte de su jefe, cuando el protagonista se aleja del lugar y Moreno diluye poco a poco la figura del custodio. Así, un mismo recurso se emplea para cometidos totalmente opuestos que exponen la mirada de un autor que encuentra con facilidad estímulos entre aquello que podrían devenir tiempos muertos, pero en el fondo no dejan de estar cargados de capas e intencionalidad. De hecho, que una de sus escenas más significativas, esa en la que Moreno evoca una suerte de anhelo en la mirada y palabras de Rubén frente a una amplia cristalera, y se ve coartado por una inesperada llamada de radio, conecte de manera tan lúcida con su final, dice mucho sobre la perspicacia de un cineasta capaz de componer y enlazar imágenes con esa brillantez.
Hablando acerca de esa composición de la imagen, es de hecho la estampa del protagonista, tras entrar a la sala de un estudio de televisión al que ha tenido que acompañar al ministro, rodeado por esa figura omnipresente en su día a día proyectada en los televisores que regentan esa habitación, aquella que marca el sino de un personaje encerrado, contenido; algo que la cámara del cineasta argentino expresa con tenacidad, y que no deriva en un exceso de pragmatismo convirtiendo el film en un objeto frío y distante, un hecho corroborado, más allá de lo —en parte— cruenta que resulta la respuesta de Rubén, rubrica en una de esas conclusiones capaces de henchir la pantalla de emoción en un simple gesto, en una simple imagen a la que volvemos, y que contemplamos como paradigma de un cine que fluye con una sinceridad digna de elogio.
Larga vida a la nueva carne.